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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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El primer tema, por sorteo, fue la guerra de Secesión de los Estados Unidos, de la

cual y o sabía un poco menos que nada. Fue una lástima no haber leído todavía a

los nuevos novelistas norteamericanos, que apenas empezaban a llegarnos, pero

tuve la suerte de que el doctor Vélez Martínez empezara con una referencia

casual a La cabaña del tío Tom, que yo conocía bien desde el bachillerato. La

atrapé al vuelo. Los dos maestros debieron sufrir un golpe de nostalgia, pues los

sesenta minutos que habíamos reservado para el examen se nos fueron íntegros

en un análisis emocional sobre la ignominia del régimen esclavista en el sur de

los Estados Unidos. Y allí nos quedamos. De modo que lo previsto por mí como

una ruleta rusa fue una conversación entretenida que mereció una buena

calificación y algunos aplausos cordiales.

Así ingresé a la universidad para terminar el segundo año de derecho, con la

condición nunca cumplida de que presentara exámenes de rehabilitación en una

o dos materias que todavía estaba debiendo del primer año en Bogotá. Algunos

condiscípulos se entusiasmaron con mi modo de domesticar los temas, porque

había entre ellos una cierta militancia en favor de la libertad creativa en una

universidad varada en el rigor académico. Era mi sueño solitario desde el liceo,

no por un inconformismo gratuito sino como mi única esperanza de aprobar los

exámenes sin estudiar. Sin embargo, los mismos que proclamaban la

independencia de criterio en las aulas no podían más que rendirse a la fatalidad y

subían al patíbulo de los exámenes con los mamotretos atávicos de los textos

coloniales aprendidos de memoria. Por fortuna en la vida real eran maestros

curtidos en el arte de mantener vivos los bailes de cuota de los viernes, a pesar de

los riesgos de la represión cada día más descarada a la sombra del estado de sitio.

Los bailes siguieron haciéndose por acuerdos de mano izquierda con las

autoridades de orden público mientras se mantuvo el toque de queda, y cuando

fue eliminado renacieron de sus agonías con más ánimos que antes. Sobre todo

en Torices, Getsemaní o el pie de la Popa, los barrios más parranderos de

aquellos años sombríos. Bastaba con asomarse por las ventanas para escoger la

fiesta que nos gustara más, y por cincuenta centavos se bailaba hasta el

amanecer con la música más caliente del Caribe aumentada por el estruendo de

los altavoces. Las parejas invitadas de cortesía eran las mismas estudiantes que

veíamos en la semana a la salida de las escuelas, sólo que llevaban los uniformes

de la misa dominical y bailaban como cándidas mujeres de la vida bajo el ojo

avizor de tías chaperonas o madres liberadas. Una de esas noches de caza mayor

andaba por Getsemaní, que fue durante la Colonia el arrabal de los esclavos,

cuando reconocí como un santo y seña una fuerte palmada en la espalda y el

estampido de una voz: —¡Bandido!

Era Manuel Zapata Olivella, habitante empedernido de la calle de la Mala

Crianza, donde viviera la familia de los abuelos de sus tatarabuelos africanos. Nos

habíamos visto en Bogotá, en medio del fragor del 9 de abril, y nuestro primer

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