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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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toda clase de documentos para iletrados pobres. Muchos fueron libreros de lance

por debajo de la mesa, en especial de obras condenadas por el Santo Oficio, y se

cree que eran oráculos de la conspiración criolla contra los españoles. A

principios del siglo XX mi padre solía aliviar sus ímpetus de poeta con el arte de

escribir cartas de amor en el portal. Por cierto que no prosperó como lo uno ni

como lo otro porque algunos clientes avispados —o de verdad desvalidos— no

sólo le pedían por caridad que les escribiera la carta, sino además los cinco reales

para el correo.

Hacía varios años que se llamaba portal de los Dulces, con las lonas podridas

y los mendigos que venían a comer las sobras del mercado, y los gritos agoreros

de los indios que cobraban caro para no cantarle al cliente el día y la hora en que

iba a morir. Las goletas del Caribe se demoraban en el puerto para comprar los

dulces de nombres inventados por las mismas comadres que los hacían y

versificados por los pregones: « Los piononos para los monos, los diabolines para

los mamimes, las de coco para los locos, las de panela para Manuela» . Pues en

las buenas y en las malas el portal seguía siendo un centro vital de la ciudad

donde se ventilaban asuntos de Estado a espaldas del gobierno y el único lugar del

mundo donde las vendedoras de fritangas sabían quién sería el próximo

gobernador antes de que se le ocurriera en Bogotá al presidente de la República.

Fascinado al instante con la algarabía, me abrí paso a tropezones con mi

maleta a rastras por entre el gentío de las seis de la tarde. Un anciano andrajoso

y en los puros huesos me miraba sin parpadear desde la plataforma de los

limpiabotas con unos ojos helados de gavilán. Me frenó en seco. Tan pronto como

vio que lo había visto se ofreció para llevarme la maleta. Se lo agradecí, hasta

que precisó en su lengua materna:

—Son treinta chivos.

Imposible. Treinta centavos por llevar una maleta era un mordisco para los

únicos cuatro pesos que me quedaban mientras recibía los refuerzos de mis

padres la semana siguiente.

—Eso vale la maleta con todo lo que tiene dentro —le dije.

Además, la pensión donde debía estar ya la pandilla de Bogotá no quedaba

muy lejos. El anciano se resignó con tres chivos, se colgó al cuello las abarcas

que llevaba puestas y cargó la maleta en el hombro con una fuerza inverosímil

para sus huesos, y corrió como un atleta a pie descalzo por un vericueto de casas

coloniales descascaradas por siglos de abandono. El corazón se me salía por la

boca a mis veintiún años tratando de no perder de vista al vejestorio olímpico al

que no podían quedarle muchas horas de vida. Al cabo de cinco cuadras entró

por el portón grande del hotel y trepó de dos en dos los peldaños de las escaleras.

Con su aliento intacto puso la maleta en el suelo y me tendió la palma de la

mano:

—Treinta chivos.

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