Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

11.12.2019 Views

de murciélagos que volaban a ras de nuestras cabezas y sólo por su sabiduría nonos tumbaban por tierra. Sus alas zumbaban como un tropel de truenos y dejabana su paso una peste de muerte. Sorprendido por el pánico solté la maleta y meencogí en el suelo con los brazos en la cabeza, hasta que una mujer may or quecaminaba a mi lado me gritó:—¡Reza La Magnífica!Es decir: la oración secreta para conjurar asaltos del demonio, repudiada porla Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando y a no les alcanzaban lasblasfemias. La mujer se dio cuenta de que y o no sabía rezar, y agarró mi maletapor la otra correa para ayudarme a llevarla.—Reza conmigo —me dijo—. Pero eso sí: con mucha fe.Así que me dictó La Magnifica verso por verso y los repetí en voz alta con unadevoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy mecueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de rezar.Sólo quedó entonces el inmenso estropicio del mar en los acantilados.Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí unpuente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní ycon las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde lasnueve de la noche hasta el amanecer. La población quedaba aislada no sólo delresto del mundo sino también de la historia. Se decía que los colonos españoleshabían construido aquel puente por el terror de que la pobrería de los suburbios seles colara a medianoche para degollarlos dormidos. Sin embargo, algo de sugracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó con dar un paso dentrode la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde,y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer.No era para menos. A principios de la semana había dejado a Bogotáchapaleando en un pantano de sangre y lodo, todavía con promontorios decadáveres sin dueño abandonados entre escombros humeantes. De pronto, elmundo se había vuelto otro en Cartagena. No había rastros de la guerra queasolaba el país y me costaba trabajo creer que aquella soledad sin dolor, aquelmar incesante, aquella inmensa sensación de haber llegado me estabansucediendo apenas una semana después en una misma vida.De tanto oír hablar de ella desde que nací, identifiqué al instante la plazoletadonde se estacionaban los coches de caballos y las carretas de carga tiradas porburros, y al fondo la galería de arcadas donde el comercio popular se volvía másdenso y bullicioso. Aunque no estaba reconocido así en la conciencia oficial,aquél era el último corazón activo de la ciudad desde sus orígenes. Durante laColonia se llamó portal de los Mercaderes. Desde allí se manejaban los hilosinvisibles del comercio de esclavos y se cocinaban los ánimos contra el dominioespañol. Más tarde se llamó portal de los Escribanos, por los calígrafos taciturnosde chalecos de paño y medias mangas postizas que escribían cartas de amor y

toda clase de documentos para iletrados pobres. Muchos fueron libreros de lancepor debajo de la mesa, en especial de obras condenadas por el Santo Oficio, y secree que eran oráculos de la conspiración criolla contra los españoles. Aprincipios del siglo XX mi padre solía aliviar sus ímpetus de poeta con el arte deescribir cartas de amor en el portal. Por cierto que no prosperó como lo uno nicomo lo otro porque algunos clientes avispados —o de verdad desvalidos— nosólo le pedían por caridad que les escribiera la carta, sino además los cinco realespara el correo.Hacía varios años que se llamaba portal de los Dulces, con las lonas podridasy los mendigos que venían a comer las sobras del mercado, y los gritos agorerosde los indios que cobraban caro para no cantarle al cliente el día y la hora en queiba a morir. Las goletas del Caribe se demoraban en el puerto para comprar losdulces de nombres inventados por las mismas comadres que los hacían yversificados por los pregones: « Los piononos para los monos, los diabolines paralos mamimes, las de coco para los locos, las de panela para Manuela» . Pues enlas buenas y en las malas el portal seguía siendo un centro vital de la ciudaddonde se ventilaban asuntos de Estado a espaldas del gobierno y el único lugar delmundo donde las vendedoras de fritangas sabían quién sería el próximogobernador antes de que se le ocurriera en Bogotá al presidente de la República.Fascinado al instante con la algarabía, me abrí paso a tropezones con mimaleta a rastras por entre el gentío de las seis de la tarde. Un anciano andrajosoy en los puros huesos me miraba sin parpadear desde la plataforma de loslimpiabotas con unos ojos helados de gavilán. Me frenó en seco. Tan pronto comovio que lo había visto se ofreció para llevarme la maleta. Se lo agradecí, hastaque precisó en su lengua materna:—Son treinta chivos.Imposible. Treinta centavos por llevar una maleta era un mordisco para losúnicos cuatro pesos que me quedaban mientras recibía los refuerzos de mispadres la semana siguiente.—Eso vale la maleta con todo lo que tiene dentro —le dije.Además, la pensión donde debía estar ya la pandilla de Bogotá no quedabamuy lejos. El anciano se resignó con tres chivos, se colgó al cuello las abarcasque llevaba puestas y cargó la maleta en el hombro con una fuerza inverosímilpara sus huesos, y corrió como un atleta a pie descalzo por un vericueto de casascoloniales descascaradas por siglos de abandono. El corazón se me salía por laboca a mis veintiún años tratando de no perder de vista al vejestorio olímpico alque no podían quedarle muchas horas de vida. Al cabo de cinco cuadras entrópor el portón grande del hotel y trepó de dos en dos los peldaños de las escaleras.Con su aliento intacto puso la maleta en el suelo y me tendió la palma de lamano:—Treinta chivos.

de murciélagos que volaban a ras de nuestras cabezas y sólo por su sabiduría no

nos tumbaban por tierra. Sus alas zumbaban como un tropel de truenos y dejaban

a su paso una peste de muerte. Sorprendido por el pánico solté la maleta y me

encogí en el suelo con los brazos en la cabeza, hasta que una mujer may or que

caminaba a mi lado me gritó:

—¡Reza La Magnífica!

Es decir: la oración secreta para conjurar asaltos del demonio, repudiada por

la Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando y a no les alcanzaban las

blasfemias. La mujer se dio cuenta de que y o no sabía rezar, y agarró mi maleta

por la otra correa para ayudarme a llevarla.

—Reza conmigo —me dijo—. Pero eso sí: con mucha fe.

Así que me dictó La Magnifica verso por verso y los repetí en voz alta con una

devoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy me

cueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de rezar.

Sólo quedó entonces el inmenso estropicio del mar en los acantilados.

Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí un

puente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní y

con las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde las

nueve de la noche hasta el amanecer. La población quedaba aislada no sólo del

resto del mundo sino también de la historia. Se decía que los colonos españoles

habían construido aquel puente por el terror de que la pobrería de los suburbios se

les colara a medianoche para degollarlos dormidos. Sin embargo, algo de su

gracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó con dar un paso dentro

de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde,

y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer.

No era para menos. A principios de la semana había dejado a Bogotá

chapaleando en un pantano de sangre y lodo, todavía con promontorios de

cadáveres sin dueño abandonados entre escombros humeantes. De pronto, el

mundo se había vuelto otro en Cartagena. No había rastros de la guerra que

asolaba el país y me costaba trabajo creer que aquella soledad sin dolor, aquel

mar incesante, aquella inmensa sensación de haber llegado me estaban

sucediendo apenas una semana después en una misma vida.

De tanto oír hablar de ella desde que nací, identifiqué al instante la plazoleta

donde se estacionaban los coches de caballos y las carretas de carga tiradas por

burros, y al fondo la galería de arcadas donde el comercio popular se volvía más

denso y bullicioso. Aunque no estaba reconocido así en la conciencia oficial,

aquél era el último corazón activo de la ciudad desde sus orígenes. Durante la

Colonia se llamó portal de los Mercaderes. Desde allí se manejaban los hilos

invisibles del comercio de esclavos y se cocinaban los ánimos contra el dominio

español. Más tarde se llamó portal de los Escribanos, por los calígrafos taciturnos

de chalecos de paño y medias mangas postizas que escribían cartas de amor y

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