Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez
de murciélagos que volaban a ras de nuestras cabezas y sólo por su sabiduría nonos tumbaban por tierra. Sus alas zumbaban como un tropel de truenos y dejabana su paso una peste de muerte. Sorprendido por el pánico solté la maleta y meencogí en el suelo con los brazos en la cabeza, hasta que una mujer may or quecaminaba a mi lado me gritó:—¡Reza La Magnífica!Es decir: la oración secreta para conjurar asaltos del demonio, repudiada porla Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando y a no les alcanzaban lasblasfemias. La mujer se dio cuenta de que y o no sabía rezar, y agarró mi maletapor la otra correa para ayudarme a llevarla.—Reza conmigo —me dijo—. Pero eso sí: con mucha fe.Así que me dictó La Magnifica verso por verso y los repetí en voz alta con unadevoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy mecueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de rezar.Sólo quedó entonces el inmenso estropicio del mar en los acantilados.Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí unpuente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní ycon las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde lasnueve de la noche hasta el amanecer. La población quedaba aislada no sólo delresto del mundo sino también de la historia. Se decía que los colonos españoleshabían construido aquel puente por el terror de que la pobrería de los suburbios seles colara a medianoche para degollarlos dormidos. Sin embargo, algo de sugracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó con dar un paso dentrode la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde,y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer.No era para menos. A principios de la semana había dejado a Bogotáchapaleando en un pantano de sangre y lodo, todavía con promontorios decadáveres sin dueño abandonados entre escombros humeantes. De pronto, elmundo se había vuelto otro en Cartagena. No había rastros de la guerra queasolaba el país y me costaba trabajo creer que aquella soledad sin dolor, aquelmar incesante, aquella inmensa sensación de haber llegado me estabansucediendo apenas una semana después en una misma vida.De tanto oír hablar de ella desde que nací, identifiqué al instante la plazoletadonde se estacionaban los coches de caballos y las carretas de carga tiradas porburros, y al fondo la galería de arcadas donde el comercio popular se volvía másdenso y bullicioso. Aunque no estaba reconocido así en la conciencia oficial,aquél era el último corazón activo de la ciudad desde sus orígenes. Durante laColonia se llamó portal de los Mercaderes. Desde allí se manejaban los hilosinvisibles del comercio de esclavos y se cocinaban los ánimos contra el dominioespañol. Más tarde se llamó portal de los Escribanos, por los calígrafos taciturnosde chalecos de paño y medias mangas postizas que escribían cartas de amor y
toda clase de documentos para iletrados pobres. Muchos fueron libreros de lancepor debajo de la mesa, en especial de obras condenadas por el Santo Oficio, y secree que eran oráculos de la conspiración criolla contra los españoles. Aprincipios del siglo XX mi padre solía aliviar sus ímpetus de poeta con el arte deescribir cartas de amor en el portal. Por cierto que no prosperó como lo uno nicomo lo otro porque algunos clientes avispados —o de verdad desvalidos— nosólo le pedían por caridad que les escribiera la carta, sino además los cinco realespara el correo.Hacía varios años que se llamaba portal de los Dulces, con las lonas podridasy los mendigos que venían a comer las sobras del mercado, y los gritos agorerosde los indios que cobraban caro para no cantarle al cliente el día y la hora en queiba a morir. Las goletas del Caribe se demoraban en el puerto para comprar losdulces de nombres inventados por las mismas comadres que los hacían yversificados por los pregones: « Los piononos para los monos, los diabolines paralos mamimes, las de coco para los locos, las de panela para Manuela» . Pues enlas buenas y en las malas el portal seguía siendo un centro vital de la ciudaddonde se ventilaban asuntos de Estado a espaldas del gobierno y el único lugar delmundo donde las vendedoras de fritangas sabían quién sería el próximogobernador antes de que se le ocurriera en Bogotá al presidente de la República.Fascinado al instante con la algarabía, me abrí paso a tropezones con mimaleta a rastras por entre el gentío de las seis de la tarde. Un anciano andrajosoy en los puros huesos me miraba sin parpadear desde la plataforma de loslimpiabotas con unos ojos helados de gavilán. Me frenó en seco. Tan pronto comovio que lo había visto se ofreció para llevarme la maleta. Se lo agradecí, hastaque precisó en su lengua materna:—Son treinta chivos.Imposible. Treinta centavos por llevar una maleta era un mordisco para losúnicos cuatro pesos que me quedaban mientras recibía los refuerzos de mispadres la semana siguiente.—Eso vale la maleta con todo lo que tiene dentro —le dije.Además, la pensión donde debía estar ya la pandilla de Bogotá no quedabamuy lejos. El anciano se resignó con tres chivos, se colgó al cuello las abarcasque llevaba puestas y cargó la maleta en el hombro con una fuerza inverosímilpara sus huesos, y corrió como un atleta a pie descalzo por un vericueto de casascoloniales descascaradas por siglos de abandono. El corazón se me salía por laboca a mis veintiún años tratando de no perder de vista al vejestorio olímpico alque no podían quedarle muchas horas de vida. Al cabo de cinco cuadras entrópor el portón grande del hotel y trepó de dos en dos los peldaños de las escaleras.Con su aliento intacto puso la maleta en el suelo y me tendió la palma de lamano:—Treinta chivos.
- Page 174 and 175: saber si estaba vivo.Entonces se ac
- Page 176 and 177: Mi madre debió coronar aquella noc
- Page 178 and 179: entró en puntillas en el dormitori
- Page 180 and 181: 5Nunca imaginé que nueve meses des
- Page 182 and 183: se pareciera al pobre burócrata de
- Page 184 and 185: resuelto la vida. Pasé la noche en
- Page 186 and 187: de Greiff, que no fueron reconocido
- Page 188 and 189: que le hice un saludo de admirador.
- Page 190 and 191: de revólver en la trastienda de la
- Page 192 and 193: malas palabras recobran su estirpe
- Page 194 and 195: de poemas técnicos que nunca tuve
- Page 196 and 197: —¿Es verdad que eres hijo de Gab
- Page 198 and 199: Manuel Vega me preguntó qué me pa
- Page 200 and 201: novias de Bogotá se hacían fácil
- Page 202 and 203: había reaparecido como guerrillero
- Page 204 and 205: ciudad y retumbó por la radio en l
- Page 206 and 207: hombres empapaban sus pañuelos en
- Page 208 and 209: cerca, con un vestido de gran clase
- Page 210 and 211: cielo encapotado era un manto sinie
- Page 212 and 213: francotiradores apostados por todo
- Page 214 and 215: Todo parecía en regla, salvo que u
- Page 216 and 217: la presidencia, pero aquella noche
- Page 218 and 219: Horas» , le atribuyó la misión o
- Page 220 and 221: irrespirable hasta el punto de que
- Page 222 and 223: pasajeros quedamos sentados los uno
- Page 226 and 227: Le recordé que y a le había pagad
- Page 228 and 229: once.Me pareció un argumento tan l
- Page 230 and 231: feliz y hacer felices a los demás.
- Page 232 and 233: asombro en Cartagena fue reencontra
- Page 234 and 235: razón y su cautela. Concluí, sin
- Page 236 and 237: Humphrey Bogart y Claude Rains cami
- Page 238 and 239: abuelo Nicolás había inventado su
- Page 240 and 241: ellas, cuy o nombre y tamaños recu
- Page 242 and 243: extinguido con la muerte del abuelo
- Page 244 and 245: parte, ni se tendría noticia algun
- Page 246 and 247: aplicadas les consiguió becas para
- Page 248 and 249: Faulkner. Mi asombro lo exaltó has
- Page 250 and 251: intercambiando impresiones de su pr
- Page 252 and 253: días. Le escribí a Germán Vargas
- Page 254 and 255: Sucre. Pero mi madre no se inmutaba
- Page 256 and 257: Lo preparamos todo, caballos inmuni
- Page 258 and 259: y mientras más trataba de dejarlo
- Page 260 and 261: Zabala me había advertido que en e
- Page 262 and 263: para esperar a los amigos que no ha
- Page 264 and 265: 7Fue así como se publicó mi prime
- Page 266 and 267: En uno de los tantos descuidos de a
- Page 268 and 269: siempre a su edad. No fue un hallaz
- Page 270 and 271: distribución personal en las canti
- Page 272 and 273: alcaravanes les sacaron los ojos y
de murciélagos que volaban a ras de nuestras cabezas y sólo por su sabiduría no
nos tumbaban por tierra. Sus alas zumbaban como un tropel de truenos y dejaban
a su paso una peste de muerte. Sorprendido por el pánico solté la maleta y me
encogí en el suelo con los brazos en la cabeza, hasta que una mujer may or que
caminaba a mi lado me gritó:
—¡Reza La Magnífica!
Es decir: la oración secreta para conjurar asaltos del demonio, repudiada por
la Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando y a no les alcanzaban las
blasfemias. La mujer se dio cuenta de que y o no sabía rezar, y agarró mi maleta
por la otra correa para ayudarme a llevarla.
—Reza conmigo —me dijo—. Pero eso sí: con mucha fe.
Así que me dictó La Magnifica verso por verso y los repetí en voz alta con una
devoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy me
cueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de rezar.
Sólo quedó entonces el inmenso estropicio del mar en los acantilados.
Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí un
puente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní y
con las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde las
nueve de la noche hasta el amanecer. La población quedaba aislada no sólo del
resto del mundo sino también de la historia. Se decía que los colonos españoles
habían construido aquel puente por el terror de que la pobrería de los suburbios se
les colara a medianoche para degollarlos dormidos. Sin embargo, algo de su
gracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó con dar un paso dentro
de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde,
y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer.
No era para menos. A principios de la semana había dejado a Bogotá
chapaleando en un pantano de sangre y lodo, todavía con promontorios de
cadáveres sin dueño abandonados entre escombros humeantes. De pronto, el
mundo se había vuelto otro en Cartagena. No había rastros de la guerra que
asolaba el país y me costaba trabajo creer que aquella soledad sin dolor, aquel
mar incesante, aquella inmensa sensación de haber llegado me estaban
sucediendo apenas una semana después en una misma vida.
De tanto oír hablar de ella desde que nací, identifiqué al instante la plazoleta
donde se estacionaban los coches de caballos y las carretas de carga tiradas por
burros, y al fondo la galería de arcadas donde el comercio popular se volvía más
denso y bullicioso. Aunque no estaba reconocido así en la conciencia oficial,
aquél era el último corazón activo de la ciudad desde sus orígenes. Durante la
Colonia se llamó portal de los Mercaderes. Desde allí se manejaban los hilos
invisibles del comercio de esclavos y se cocinaban los ánimos contra el dominio
español. Más tarde se llamó portal de los Escribanos, por los calígrafos taciturnos
de chalecos de paño y medias mangas postizas que escribían cartas de amor y