Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez
irrespirable hasta el punto de que muchas familias tenían que renunciar a labúsqueda. En una de las grandes pirámides de cadáveres se destacaba unodescalzo y sin pantalones pero con un sacoleva intachable. Tres días después,todavía las cenizas exhalaban la pestilencia de los cuerpos sin dueño, podridos enlos escombros o apilados en los andenes.Cuando menos lo esperábamos, mi hermano y yo fuimos parados en secopor el chasquido inconfundible del cerrojo de un fusil a nuestras espaldas, y unaorden terminante:—¡Manos arriba!Las levanté sin pensarlo siquiera, petrificado de terror, hasta que me resucitóla carcajada de nuestro amigo Ángel Casij, que había respondido al llamado delas Fuerzas Armadas como reservista de primera clase. Gracias a él, losrefugiados en casa del tío Juanito logramos mandar un mensaje al aire despuésde un día de espera frente a la Radio Nacional. Mi padre lo escuchó en Sucreentre los incontables que se ley eron de día y de noche durante dos semanas. Mihermano y y o, víctimas irredimibles de la manía conjetural de la familia,quedamos con el temor de que nuestra madre pudiera interpretar la noticia comouna caridad de los amigos mientras la preparaban para lo peor. Nos equivocamospor poco: la madre había soñado desde la primera noche que sus dos hijosmay ores nos habíamos ahogado en un mar de sangre durante los disturbios.Debió ser una pesadilla tan convincente que cuando le llegó la verdad por otrasvías decidió que ninguno de nosotros volviera nunca más a Bogotá, aunquetuviéramos que quedarnos en casa a morirnos de hambre. La decisión debió serterminante porque la única orden que nos dieron los padres en su primertelegrama fue que viajáramos a Sucre lo más pronto posible para definir elfuturo.En la tensa espera, varios condiscípulos me habían pintado de oro laposibilidad de seguir los estudios en Cartagena de Indias, pensando que Bogotá serecuperaría de sus escombros, pero que los bogotanos no iban a recuperarsenunca del terror y el horror de la matanza. Cartagena tenía una universidadcentenaria con tanto prestigio como sus reliquias históricas, y una facultad dederecho de tamaño humano donde aceptarían como buenas mis malascalificaciones de la Universidad Nacional.No quise descartar la idea sin antes hervirla a fuego vivo, ni mencionársela amis padres mientras no la probara en carne propia. Sólo les anuncié que viajaríaa Sucre en avión por la vía de Cartagena, pues el río Magdalena con aquellaguerra caliente podía ser un rumbo suicida. Luis Enrique, por su parte, lesanunció que viajaría a buscar trabajo en Barranquilla tan pronto como arreglaralas cuentas con sus patrones de Bogotá.De todos modos yo sabía que no iba a ser abogado en ninguna parte. Sóloquería ganar un poco más de tiempo para distraer a mis padres, y Cartagena
podía ser una buena escala técnica para pensar. Lo que nunca se me hubieraocurrido es que aquel cálculo razonable iba a conducirme a resolver con elcorazón en la mano que era allí donde quería seguir mi vida.Conseguir por aquellos días cinco lugares en un mismo avión para cualquierlugar de la costa fue una proeza de mi hermano. Después de hacer colasinterminables y peligrosas y de correr de un lado a otro un día completo en unaeropuerto de emergencia, encontró los cinco lugares en tres aviones separados,a horas improbables y en medio de tiroteos y explosiones invisibles. A mihermano y a mí nos confirmaron por fin dos asientos en un mismo avión paraBarranquilla, pero a última hora salimos en vuelos distintos. La llovizna y laniebla que persistían en Bogotá desde el viernes anterior tenían un tufo de pólvoray cuerpos podridos. De la casa al aeropuerto fuimos interrogados en dos retenesmilitares sucesivos, cuyos soldados estaban pasmados de terror. En el segundoretén se echaron a tierra y nos hicieron echar a nosotros por una explosiónseguida de un tiroteo de armas pesadas que resultó ser por una fuga de gasindustrial. Otros pasajeros lo entendimos cuando un soldado nos dijo que sudrama era estar allí desde hacía tres días en guardia sin relevos, pero también sinmunición, porque se había agotado en la ciudad. Apenas nos atrevimos a hablardesde que nos detuvieron, y el terror de los soldados acabó de rematarnos. Sinembargo, después de los trámites formales de identificación y propósitos, nosconsoló saber que debíamos permanecer allí sin más trámites hasta que nosllevaran a bordo. Lo único que fumé en la espera fueron dos cigarrillos de tresque alguien me había dado por caridad, y reservé uno para el terror del viaje.Como no había teléfonos, los anuncios de vuelos y otros cambios se conocíanen los distintos retenes por medio de ordenanzas militares en motocicletas. A lasocho de la mañana llamaron a un grupo de pasajeros para abordar de inmediatopara Barranquilla un avión distinto del mío. Después supe que los otros tres denuestro grupo se embarcaron con mi hermano en otro retén. La espera solitariafue una cura de burro para mi miedo congénito a volar, porque a la hora de subiral avión el cielo estaba encapotado y con truenos pedregosos. Además porque laescalera de nuestro avión se la habían llevado para otro y dos soldados tuvieronque ay udarme a abordar con una escalera de albañil. Era el mismo aeropuerto ya la misma hora en que Fidel Castro había abordado otro avión que salió para LaHabana cargado de toros de lidia —como él mismo me lo contó años después.Por buena o mala suerte el mío era un DC-3 oloroso a pintura fresca y agrasas recientes, sin luces individuales ni la ventilación regulada desde la cabinade pasajeros. Estaba acondicionado para transporte de tropa y en vez de asientosseparados en filas de tres, como en los vuelos turísticos, había dos bancaslongitudinales de tablas ordinarias, bien ancladas en el piso. Todo mi equipaje erauna maleta de lienzo con dos o tres mudas de ropa sucia, libros de poesía yrecortes de suplementos literarios que mi hermano Luis Enrique logró salvar. Los
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irrespirable hasta el punto de que muchas familias tenían que renunciar a la
búsqueda. En una de las grandes pirámides de cadáveres se destacaba uno
descalzo y sin pantalones pero con un sacoleva intachable. Tres días después,
todavía las cenizas exhalaban la pestilencia de los cuerpos sin dueño, podridos en
los escombros o apilados en los andenes.
Cuando menos lo esperábamos, mi hermano y yo fuimos parados en seco
por el chasquido inconfundible del cerrojo de un fusil a nuestras espaldas, y una
orden terminante:
—¡Manos arriba!
Las levanté sin pensarlo siquiera, petrificado de terror, hasta que me resucitó
la carcajada de nuestro amigo Ángel Casij, que había respondido al llamado de
las Fuerzas Armadas como reservista de primera clase. Gracias a él, los
refugiados en casa del tío Juanito logramos mandar un mensaje al aire después
de un día de espera frente a la Radio Nacional. Mi padre lo escuchó en Sucre
entre los incontables que se ley eron de día y de noche durante dos semanas. Mi
hermano y y o, víctimas irredimibles de la manía conjetural de la familia,
quedamos con el temor de que nuestra madre pudiera interpretar la noticia como
una caridad de los amigos mientras la preparaban para lo peor. Nos equivocamos
por poco: la madre había soñado desde la primera noche que sus dos hijos
may ores nos habíamos ahogado en un mar de sangre durante los disturbios.
Debió ser una pesadilla tan convincente que cuando le llegó la verdad por otras
vías decidió que ninguno de nosotros volviera nunca más a Bogotá, aunque
tuviéramos que quedarnos en casa a morirnos de hambre. La decisión debió ser
terminante porque la única orden que nos dieron los padres en su primer
telegrama fue que viajáramos a Sucre lo más pronto posible para definir el
futuro.
En la tensa espera, varios condiscípulos me habían pintado de oro la
posibilidad de seguir los estudios en Cartagena de Indias, pensando que Bogotá se
recuperaría de sus escombros, pero que los bogotanos no iban a recuperarse
nunca del terror y el horror de la matanza. Cartagena tenía una universidad
centenaria con tanto prestigio como sus reliquias históricas, y una facultad de
derecho de tamaño humano donde aceptarían como buenas mis malas
calificaciones de la Universidad Nacional.
No quise descartar la idea sin antes hervirla a fuego vivo, ni mencionársela a
mis padres mientras no la probara en carne propia. Sólo les anuncié que viajaría
a Sucre en avión por la vía de Cartagena, pues el río Magdalena con aquella
guerra caliente podía ser un rumbo suicida. Luis Enrique, por su parte, les
anunció que viajaría a buscar trabajo en Barranquilla tan pronto como arreglara
las cuentas con sus patrones de Bogotá.
De todos modos yo sabía que no iba a ser abogado en ninguna parte. Sólo
quería ganar un poco más de tiempo para distraer a mis padres, y Cartagena