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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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esposa de Germán Vargas, que me había transmitido sus artes de buen periodista

y mejor amigo. Camilo era más cercano de Plinio que nosotros, y desde mucho

antes, pero no quería aceptarlo como padrino por sus afinidades de entonces con

los comunistas, y quizás también por su espíritu burlón que bien podía estropear la

solemnidad del sacramento. Susana se comprometió a hacerse cargo de la

formación espiritual del niño, y Camilo no encontró o no quiso encontrar otros

argumentos para cerrarle el paso al padrino.

El bautismo se llevó a cabo en la capilla de la clínica Palermo, en la

penumbra helada de las seis de la tarde, sin nadie más que los padrinos y y o, y

un campesino de ruana y alpargatas que se acercó como levitando para asistir a

la ceremonia sin hacerse notar. Cuando Susana llegó con el recién nacido, el

padrino incorregible soltó en broma la primera provocación:

—Vamos a hacer de este niño un gran guerrillero.

Camilo, preparando los bártulos del sacramento, contraatacó en el mismo

tono: « Sí, pero un guerrillero de Dios» . E inició la ceremonia con una decisión

del más grueso calibre, inusual por completo en aquellos años:

—Voy a bautizarlo en español para que los incrédulos entiendan lo que

significa este sacramento.

Su voz resonaba con un castellano altisonante que yo seguía a través del latín

de mis tiernos años de monaguillo en Aracataca. En el momento de la ablución,

sin mirar a nadie, Camilo inventó otra fórmula provocadora:

—Quienes crean que en este momento desciende el Espíritu Santo sobre esta

criatura, que se arrodillen.

Los padrinos y yo permanecimos de pie y quizás un poco incómodos por la

marrullería del cura amigo, mientras el niño berreaba bajo la ducha de agua

y erta. El único que se arrodilló fue el campesino de alpargatas. El impacto de

este episodio se me quedó como uno de los escarmientos severos de mi vida,

porque siempre he creído que fue Camilo quien llevó al campesino con toda

premeditación para castigarnos con una lección de humildad. O, al menos, de

buena educación.

Volví a verlo pocas veces y siempre por alguna razón válida y apremiante,

casi siempre en relación con sus obras de caridad en favor de los perseguidos

políticos. Una mañana apareció en mi casa de recién casado con un ladrón de

domicilios que había cumplido su condena, pero la policía no le daba tregua: le

robaban todo lo que llevaba encima. En cierta ocasión le regalé un par de zapatos

de explorador con un dibujo especial en la suela para may or seguridad. Pocos

días después, la criada de la casa reconoció las suelas en la foto de un delincuente

callejero que encontraron muerto en una cuneta. Era nuestro ladrón amigo.

No pretendo que ese episodio tuviera algo que ver con el destino final de

Camilo, pero meses después entró en el hospital militar para visitar a un amigo

enfermo, y no volvió a saberse nada de él hasta que el gobierno anunció que

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