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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Muchas de las novelas que entonces leía y admiraba sólo me interesaban por

sus enseñanzas técnicas. Es decir: por su carpintería secreta. Desde las

abstracciones metafísicas de los tres primeros cuentos hasta los tres últimos de

entonces, he encontrado pistas precisas y muy útiles de la formación primaria de

un escritor. No me había pasado por la mente la idea de explorar otras formas.

Pensaba que cuento y novela no sólo eran dos géneros literarios diferentes sino

dos organismos de naturaleza diversa que sería funesto confundir. Hoy sigo

crey éndolo como entonces, y convencido más que nunca de la supremacía del

cuento sobre la novela.

Las publicaciones de El Espectador, al margen del éxito literario, me crearon

otros problemas más terrestres y divertidos. Amigos despistados me paraban en

la calle para pedirme préstamos de salvación, pues no podían creer que un

escritor con tanto despliegue no recibiera sumas enormes por sus cuentos. Muy

pocos me crey eron la verdad de que nunca me pagaron un centavo por su

publicación, ni y o lo esperaba, porque no era de uso en la prensa del país. Más

grave aún fue la desilusión de mi papá cuando se convenció de que y o no podría

asumir mis propios gastos cuando estaban estudiando tres de los once hermanos

que ya habían nacido. La familia me mandaba treinta pesos al mes. La sola

pensión me costaba dieciocho sin derecho a huevos en el desay uno, y siempre

me veía obligado a descompletarlos para gastos imprevistos. Por fortuna, no sé

de dónde había contraído el hábito de hacer dibujos inconscientes en los

márgenes de los periódicos, en las servilletas de los restaurantes, en las mesas de

mármol de los cafés. Me atrevo a creer que aquellos dibujos eran descendientes

directos de los que pintaba de niño en las paredes de la platería del abuelo, y que

tal vez eran válvulas fáciles de desahogo. Un contertulio ocasional de El Molino,

que tenía influencias en un ministerio para colocarse como dibujante sin tener la

menor noción de dibujo, me propuso que le hiciera el trabajo y nos dividiéramos

el sueldo. En el resto de mi vida nunca estuve tan cerca de la corrupción, pero no

tan cerca para arrepentirme.

Mi interés por la música se incrementó también en esa época en que los

cantos populares del Caribe —con los cuales había sido amamantado— se abrían

paso en Bogotá. El programa de may or audiencia era La hora costeña, animada

por don Pascual Delvecchio, una especie de cónsul musical de la costa atlántica

para la capital.

Se había vuelto tan popular los domingos en la mañana, que los estudiantes

caribes íbamos a bailar en las oficinas de la emisora hasta muy avanzada la

tarde. Aquél fue el origen de la inmensa popularidad de nuestras músicas en el

interior del país y más tarde hasta en sus últimos rincones, y una promoción

social de los estudiantes costeños en Bogotá.

El único inconveniente era el fantasma del matrimonio a la fuerza. Pues no sé

qué malos precedentes habían hecho prosperar en la costa la creencia de que las

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