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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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frustradas y las matanzas atroces de las bananeras.

Jorge Soto del Corral, el maestro de derecho constitucional, tenía fama de

saber de memoria todas las constituciones del mundo, y en las clases nos

mantenía deslumbrados con el resplandor de su inteligencia y su erudición

jurídica, sólo entorpecida por su escaso sentido del humor. Creo que era uno de

los maestros que hacían lo posible para que no afloraran en la cátedra sus

diferencias políticas, pero se les notaban más de lo que ellos mismos creían.

Hasta por los gestos de las manos y el énfasis de sus ideas, pues era en la

universidad donde más se sentía el pulso profundo de un país que estaba al borde

de una nueva guerra civil al cabo de cuarenta y tantos años de paz armada.

A pesar de mi ausentismo crónico y mi negligencia jurídica, aprobé las

materias fáciles del primer año de derecho con recalentamientos de última hora,

y las más difíciles con mi viejo truco de escamotear el tema con recursos de

ingenio. La verdad es que no estaba a gusto dentro de mi pellejo y no sabía cómo

seguir caminando a tientas en aquel callejón sin salida. El derecho lo entendía

menos y me interesaba mucho menos que cualquiera de las materias del liceo, y

ya me sentía bastante adulto como para tomar mis propias decisiones. Al final,

después de dieciséis meses de supervivencia milagrosa, sólo me quedó un buen

grupo de amigos para el resto de la vida.

Mi escaso interés en los estudios fue más escaso aún después de la nota de

Ulises, sobre todo en la universidad, donde algunos de mis condiscípulos

empezaron a darme el título de maestro y me presentaban como escritor. Esto

coincidía con mi determinación de aprender a construir una estructura al mismo

tiempo verosímil y fantástica, pero sin resquicios. Con modelos perfectos y

esquivos, como Edipo rey, de Sófocles, cuy o protagonista investiga el asesinato

de su padre y termina por descubrir que él mismo es el asesino; como « La pata

de mono» , de W. W. Jacob, que es el cuento perfecto, donde todo cuanto sucede

es casual; como Bola de sebo, de Maupassant, y tantos otros pecadores grandes a

quienes Dios tenga en su santo reino. En ésas andaba una noche de domingo en

que por fin me sucedió algo que merecía contarse. Había pasado casi todo el día

ventilando mis frustraciones de escritor con Gonzalo Mallarino en su casa de la

avenida Chile, y cuando regresaba a la pensión en el último tranvía subió un

fauno de carne y hueso en la estación de Chapinero. He dicho bien: un fauno.

Noté que ninguno de los escasos pasajeros de medianoche se sorprendió de verlo,

y eso me hizo pensar que era uno más de los disfrazados que los domingos

vendían de todo en los parques de niños. Pero la realidad me convenció de que no

podía dudar, porque su cornamenta y sus barbas eran tan montaraces como las

de un chivo, hasta el punto que percibí al pasar el tufo de su pelambre. Antes de

la calle 26, que era la del cementerio, descendió con unos modos de buen padre

de familia y desapareció entre las arboledas del parque.

Después de la media noche, despertado por mis tumbos en la cama, Domingo

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