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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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—¿Es verdad que eres hijo de Gabriel Eligio?

Era verdad, pero le contesté que no, porque sabía que su padre y el mío eran

en realidad parientes distanciados por un incidente personal que nunca entendí.

Pero más tarde se enteró de la verdad y desde aquel día me distinguió en la

librería y en las clases como sobrino suy o, y mantuvimos una relación más

política que literaria, a pesar de que él había escrito y publicado varios libros de

versos desiguales con el seudónimo de Simón Latino. La conciencia del

parentesco, sin embargo, sólo le sirvió a él para que no me prestara más como

pantalla para robarle libros.

Otro maestro excelente, Diego Montaña Cuéllar, era el reverso de López

Michelsen, con quien parecía mantener una rivalidad secreta. López como un

liberal travieso y Montaña Cuéllar como un radical de izquierda. Sostuve con éste

una buena relación fuera de la cátedra, Y siempre me pareció que López

Michelsen me veía como a un pichón de poeta, y en cambio Montaña Cuéllar me

veía como un buen prospecto para su proselitismo revolucionario.

Mi simpatía con Montaña Cuéllar empezó por un tropiezo que él sufrió con

tres jóvenes oficiales de la escuela militar que asistían a sus clases en uniforme

de parada. Eran de una puntualidad cuartelaria, se sentaban juntos en las mismas

sillas apartadas, tomaban notas implacables y obtenían calificaciones merecidas

en exámenes rígidos. Diego Montaña Cuéllar les aconsejó en privado desde los

primeros días que no fueran a las clases en uniformes de guerra. Ellos le

contestaron con sus mejores modos que cumplían órdenes superiores, y no

pasaron por alto ninguna oportunidad de hacérselo sentir. En todo caso, al margen

de sus rarezas, para alumnos y maestros fue siempre claro que los tres oficiales

eran estudiantes notables.

Llegaban con sus uniformes idénticos, impecables, siempre juntos y

puntuales. Se sentaban aparte, y eran los alumnos más serios y metódicos, pero

siempre me pareció que estaban en un mundo distinto del nuestro. Si uno les

dirigía la palabra, eran atentos y amables, pero de un formalismo invencible: no

decían más de lo que se les preguntaba. En tiempos de exámenes, los civiles nos

dividíamos en grupos de cuatro para estudiar en los cafés, nos encontrábamos en

los bailes de los sábados, en las pedreas estudiantiles, en las cantinas mansas y los

burdeles lúgubres de la época, pero nunca nos encontramos ni por casualidad con

nuestros condiscípulos militares.

Apenas si me crucé con ellos algún saludo durante el año largo en que

coincidimos en la universidad. No había tiempo, además, porque llegaban en

punto a las clases y se iban con la última palabra del maestro, sin alternar con

nadie, salvo con otros militares jóvenes del segundo año, con los que se juntaban

en los descansos. Nunca supe sus nombres ni volví a tener noticias de ellos. Hoy

me doy cuenta de que las may ores reticencias no eran tan suy as como mías, que

nunca pude superar la amargura con que mis abuelos evocaban sus guerras

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