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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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más asiduo y aplicado, y mi timidez irredimible mantenía una distancia

insalvable, en especial con la gente que admiraba. Por todo esto me sorprendió

tanto que me llamara al examen final de primer año, a pesar de mis faltas de

asistencia que me habían merecido una reputación de alumno invisible.

Apelé a mi viejo truco de desviar el tema con recursos retóricos. Me di

cuenta de que el maestro era consciente de mi astucia, pero tal vez la apreciaba

como un recreo literario. El único tropiezo fue que en la agonía del examen usé

la palabra prescripción y él se apresuró a pedirme que la definiera para

asegurarse de que y o sabía de qué estaba hablando.

—Prescribir es adquirir una propiedad por el transcurso del tiempo —le dije.

Él me preguntó de inmediato:

—¿Adquirirla o perderla?

Era lo mismo, pero no le discutí por mi inseguridad congénita, y creo que fue

una de sus célebres bromas de sobremesa, porque en la calificación no me cobró

la duda.

Años después le comenté el incidente y no lo recordaba, por supuesto, pero

entonces ni él ni y o estábamos seguros siquiera de que el episodio fuera cierto.

Ambos encontramos en la literatura un buen remanso para olvidarnos de la

política y los misterios de la prescripción, y en cambio descubríamos libros

sorprendentes y escritores olvidados en conversaciones infinitas que a veces

terminaron por desbaratar visitas y exasperar a nuestras esposas. Mi madre me

había convencido de que éramos parientes, y así era. Sin embargo, mejor que

cualquier vínculo extraviado nos identificaba nuestra pasión común por los cantos

vallenatos.

Otro pariente casual, por parte de padre, era Carlos H. Pareja, profesor de

economía política y dueño de la librería Grancolombia, favorita de los

estudiantes por la buena costumbre de exhibir las novedades de grandes autores

en mesas descubiertas y sin vigilancia. Hasta sus mismos alumnos invadíamos el

local en los descuidos del atardecer y escamoteábamos los libros por artes

digitales, de acuerdo con el código escolar de que robar libros es delito pero no

pecado. No por virtud sino por miedo físico, mi papel en los asaltos se limitaba a

proteger las espaldas de los más diestros, con la condición de que además de los

libros para ellos se llevaran algunos indicados por mí. Una tarde, uno de mis

cómplices acababa de robarse La ciudad sin Laura, de Francisco Luis Bernárdez,

cuando sentí una garra feroz en mi hombro, y una voz de sargento:

—¡Al fin, carajo!

Me volví aterrado, y me enfrenté al maestro Carlos H. Pareja, mientras tres

de mis cómplices escapaban en estampida. Por fortuna, antes de que alcanzara a

disculparme me di cuenta de que el maestro no me había sorprendido por ladrón,

sino por no haberme visto en su clase durante más de un mes. Después de un

regaño más bien convencional, me preguntó:

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