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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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de poemas técnicos que nunca tuve como míos. Me propusieron hablar con Plinio

Apuley o Mendoza para la revista Sábado, pero mi timidez tutelar me advirtió que

me faltaba mucho para arriesgarme con las luces apagadas en un oficio nuevo.

Sin embargo, mi descubrimiento tuvo una utilidad inmediata, pues por esos días

estaba enredado con la mala conciencia de que todo lo que escribía, en prosa o

en verso, e incluso las tareas del liceo, eran imitaciones descaradas de Piedra y

Cielo, y me propuse un cambio de fondo a partir de mi cuento siguiente. La

práctica terminó por convencerme de que los adverbios de modo terminados en

mente son un vicio empobrecedor. Así que empecé a castigarlos donde me salían

al paso, y cada vez me convencía más de que aquella obsesión me obligaba a

encontrar formas más ricas y expresivas. Hace mucho tiempo que en mis libros

no hay ninguno, salvo en alguna cita textual. No sé, por supuesto, si mis

traductores han detectado y contraído también, por razones de su oficio, esa

paranoia de estilo.

La amistad con Camilo Torres y Villar Borda rebasó muy pronto los límites

de las aulas y la sala de redacción y andábamos más tiempo juntos en la calle

que en la universidad. Ambos hervían a fuego lento en un inconformismo duro

por la situación política y social del país. Embebido en los misterios de la

literatura yo no intentaba siquiera comprender sus análisis circulares y sus

premoniciones sombrías, pero las huellas de su amistad prevalecieron entre las

más gratas y útiles de aquellos años.

En las clases de la universidad, en cambio, estaba encallado. Siempre

lamenté mi falta de devoción por los méritos de los maestros de grandes nombres

que soportaban nuestros hastíos. Entre ellos Alfonso López Michelsen, hijo del

único presidente colombiano reelegido en el siglo XX, y creo que de allí venía la

impresión generalizada de que también él estaba predestinado a ser presidente

por nacimiento, como en efecto lo fue. Llegaba a su cátedra de introducción al

derecho con una puntualidad irritante y unas espléndidas chaquetas de casimir

hechas en Londres. Dictaba su clase sin mirar a nadie, con ese aire celestial de

los miopes inteligentes que siempre parecen andar a través de los sueños ajenos.

Sus clases me parecían monólogos de una sola cuerda como lo era para mí

cualquier clase que no fuera de poesía, pero el tedio de su voz tenía la virtud

hipnótica de un encantador de serpientes. Su vasta cultura literaria tenía desde

entonces un sustento cierto, y sabía usarla por escrito y de viva voz, pero sólo

empecé a apreciarla cuando volvimos a conocernos años después y a hacernos

amigos ya lejos del sopor de la cátedra. Su prestigio de político empedernido se

nutría de su encanto personal casi mágico y de una lucidez peligrosa para

descubrir las segundas intenciones de la gente. Sobre todo de la que quería

menos. Sin embargo, su virtud más distinguida de hombre público fue su poder

asombroso para crear situaciones históricas con una sola frase.

Con el tiempo logramos una buena amistad, pero en la universidad no fui el

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