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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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periodista internacional consagrada y una de mis buenas amigas, me contó que

había sido un recurso desesperado para salvar un fracaso.

La llegada de Berta Singerman había sido el acontecimiento del día. Elvira —

que dirigía la sección femenina en la revista Sábado— pidió autorización para

hacerle una entrevista, y la obtuvo con algunas reticencias de su padre por su

falta de práctica en el género. La redacción de Sábado era un sitio de reunión de

los intelectuales más conocidos por aquellos años y Elvira les pidió unas

preguntas para su cuestionario, pero estuvo al borde del pánico cuando tuvo que

enfrentarse al menosprecio con que Berta Singerman la recibió en la suite

presidencial del hotel Granada.

Desde la primera pregunta se complació en rechazarlas como tontas o

imbéciles, sin sospechar que detrás de cada una había un buen escritor de los

tantos que ella conocía y admiraba por sus varias visitas a Colombia. Elvira, que

fue siempre de genio vivo, tuvo que tragarse sus lágrimas y soportar en vilo aquel

desaire. La entrada imprevista del esposo de Berta Singerman le salvó el

reportaje, pues fue él quien manejó la situación con un tacto exquisito y un buen

sentido del humor cuando estaba a punto de convertirse en un incidente grave.

Elvira no escribió el diálogo que había previsto con las respuestas de la diva,

sino que hizo el reportaje de sus dificultades con ella. Aprovechó la intervención

providencial del esposo, y lo convirtió en el verdadero protagonista del encuentro.

Berta Singerman hizo una de sus furias históricas cuando leyó la entrevista. Pero

Sábado era ya el semanario más leído, y su circulación semanal aceleró su

ascenso hasta cien mil ejemplares en una ciudad de seiscientos mil habitantes.

La sangre fría y el ingenio con que Elvira Mendoza aprovechó la necedad de

Berta Singerman para revelar su personalidad verdadera, me puso a pensar por

primera vez en las posibilidades del reportaje, no como medio estelar de

información, sino mucho más: como género literario. No iban a pasar muchos

años sin que lo comprobara en carne propia, hasta llegar a creer como creo hoy

más que nunca que novela y reportaje son hijos de una misma madre.

Hasta entonces sólo me había arriesgado con la poesía: versos satíricos en la

revista del colegio San José y prosas líricas o sonetos de amores imaginarios a la

manera de Piedra y Cielo en el único número del periódico del Liceo Nacional.

Poco antes, Cecilia González, mi cómplice de Zipaquirá, había convencido al

poeta y ensay ista Daniel Arango de que publicara una cancioncilla escrita por

mí, con seudónimo y en tipografía de siete puntos, en el rincón más escondido del

suplemento dominical de El Tiempo. La publicación no me impresionó ni me hizo

sentir más poeta de lo que era. En cambio, con el reportaje de Elvira tomé

conciencia del periodista que llevaba dormido en el corazón, y me hice al ánimo

de despertarlo. Empecé a leer los periódicos de otro modo. Camilo Torres y Luis

Villar Borda, que estuvieron de acuerdo conmigo, me reiteraron el ofrecimiento

de don Juan Lozano en sus páginas de La Razón, pero sólo me atreví con un par

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