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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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malas palabras recobran su estirpe cervantina. Eran tardes inolvidables, viendo

atardecer sobre la esmeralda sin límites de la sabana, al calor del chocolate

perfumado y las almojábanas calientes. Lo que aprendí de Pepa Botero, con su

jerga destapada, con su modo de decir las cosas de la vida común, me fue

invaluable para una nueva retórica de la vida real.

Otros condiscípulos afines eran Guillermo López Guerra y Álvaro Vidal

Varón, que y a habían sido mis cómplices en el liceo de Zipaquirá. Sin embargo,

en la universidad estuve más cerca de Luis Villar Borda y Camilo Torres

Restrepo, que hacían con las uñas y por amor al arte el suplemento literario de La

Razón, un diario casi secreto que dirigía el poeta y periodista Juan Lozano y

Lozano. Los días de cierre me iba con ellos a la redacción y les daba una mano

en las emergencias de última hora. Algunas veces coincidí con el director, cuy os

sonetos admiraba y más aún las semblanzas de personajes nacionales que

publicaba en la revista Sábado. Él recordaba con cierta vaguedad la nota de

Ulises sobre mí, pero no había leído ningún cuento, y me escabullí del tema

porque estaba seguro de que no le gustarían. Desde el primer día me dijo al

despedirse que las páginas de su periódico estaban abiertas para mí, pero lo tomé

sólo como un cumplido bogotano.

En el café Asturias, Camilo Torres Restrepo y Luis Villar Borda, condiscípulos

míos en la facultad de derecho, me presentaron a Plinio Apuley o Mendoza, que a

sus dieciséis años había publicado una serie de prosas líricas, el género de moda

impuesto en el país por Eduardo Carranza desde las páginas literarias de El

Tiempo. Era de piel curtida, con un cabello retinto y liso, que acentuaba su buena

apariencia de indio. A pesar de su edad había logrado acreditar sus notas en el

semanario Sábado, fundado por su padre, Plinio Mendoza Neira, antiguo ministro

de la Guerra y un gran periodista nato que tal vez no escribió una línea completa

en toda su vida. Sin embargo, enseñó a muchos a escribir las suy as en periódicos

que fundaba a todo bombo y abandonaba por altos cargos políticos o para fundar

otras empresas enormes y catastróficas. Al hijo no lo vi más de dos o tres veces

por aquella época, siempre con condiscípulo míos. Me impresionó que a su edad

razonaba como un anciano, pero nunca se me hubiera ocurrido pensar que años

después íbamos a compartir tantas jornadas de periodismo temerario, pues

todavía no se me había ocurrido el embeleco del periodismo como oficio, y

como ciencia me interesaba menos que la del derecho.

Nunca había pensado en realidad que llegara a interesarme, hasta uno de

aquellos días, cuando Elvira Mendoza, hermana de Plinio, le hizo a la

declamadora argentina Berta Singerman una entrevista de emergencia que me

cambió por completo los prejuicios contra el oficio y me descubrió una vocación

ignorada. Más que una entrevista clásica de preguntas y respuestas —que tantas

dudas me dejaban y siguen dejándome— fue una de las más originales que se

publicaron en Colombia. Años después, cuando Elvira Mendoza era y a una

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