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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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de revólver en la trastienda de la Gran Vía.

El revés de mis tantas tardes de tedio fue el descubrimiento casual de una sala

de música abierta al público en la Biblioteca Nacional. La convertí en mi refugio

preferido para leer al amparo de los grandes compositores, cuy as obras

solicitábamos por escrito a una empleada encantadora. Entre los visitantes

habituales descubríamos afinidades de toda índole por la clase de música que

preferíamos. Así conocí a la may oría de mis autores preferidos a través de los

gustos ajenos, por lo abundantes y variados, y aborrecí a Chopin durante muchos

años por culpa de un melómano implacable que lo solicitaba casi a diario y sin

misericordia.

Una tarde encontré la sala desierta porque el sistema estaba descompuesto,

pero la directora me permitió sentarme a leer en el silencio. Al principio me sentí

en un remanso de paz, pero antes de dos horas no había logrado concentrarme

por unas ráfagas de ansiedad que me estorbaban la lectura y me hacían sentir

ajeno a mi propio pellejo. Tardé varios días en darme cuenta de que el remedio

de mi ansiedad no era el silencio de la sala sino el ámbito de la música, que desde

entonces se me convirtió en una pasión casi secreta y para siempre.

Las tardes de los domingos, cuando cerraban la sala de música, mi diversión

más fructífera era viajar en los tranvías de vidrios azules, que por cinco centavos

giraban sin cesar desde la plaza de Bolívar hasta la avenida Chile, y pasar en ellos

aquellas tardes de adolescencia que parecían arrastrar una cola interminable de

otros muchos domingos perdidos. Lo único que hacía durante aquel viaje de

círculos viciosos era leer libros de versos, quizás una cuadra de la ciudad por

cada cuadra de versos, hasta que se encendían las primeras luces en la llovizna

perpetua. Entonces recorría los cafés taciturnos de los barrios viejos en busca de

alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los poemas que

acababa de leer. A veces lo encontraba —siempre un hombre— y nos

quedábamos hasta pasada la medianoche en algún cuchitril de mala muerte,

rematando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos nos habíamos

fumado y hablando de poesía mientras en el resto del mundo la humanidad

entera hacía el amor.

En aquel tiempo todo el mundo era joven, pero siempre encontrábamos a

otros que eran más jóvenes que nosotros. Las generaciones se empujaban unas a

otras, sobre todo entre los poetas y los criminales, y apenas si uno había acabado

de hacer algo cuando y a se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor.

A veces encuentro entre papeles viejos algunas de las fotos que nos tomaban los

fotógrafos callejeros en el atrio de la iglesia de San Francisco, y no puedo

reprimir un frémito de compasión, porque no parecen fotos nuestras sino de los

hijos de nosotros mismos, en una ciudad de puertas cerradas donde nada era

fácil, y mucho menos sobrevivir sin amor a las tardes de los domingos. Allí

conocí por casualidad a mi tío José María Valdeblánquez, cuando creí ver a mi

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