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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Para comprobarlo bastaba con sumergirse en el centro neurálgico de la

carrera Séptima y la avenida Jiménez de Quesada, bautizado por la desmesura

bogotana como la mejor esquina del mundo. Cuando el reloj público de la torre

de San Francisco daba las doce del día, los hombres se detenían en la calle o

interrumpían la charla en el café para ajustar los relojes con la hora oficial de la

iglesia. Alrededor de ese crucero, y en las cuadras adyacentes, estaban los sitios

más concurridos donde se citaban dos veces al día los comerciantes, los políticos,

los periodistas —y los poetas, por supuesto—, todos de negro hasta los pies

vestidos, como el rey nuestro señor don Felipe IV.

En mis tiempos de estudiante todavía se leía en aquel lugar un periódico que

tal vez tenía pocos antecedentes en el mundo. Era un tablero negro como el de las

escuelas, que se exhibía en el balcón de El Espectador a las doce del día y a las

cinco de la tarde con las últimas noticias escritas con tiza. En esos momentos el

paso de los tranvías se volvía difícil, si no imposible, por el estorbo de las

muchedumbres que esperaban impacientes. Aquellos lectores callejeros tenían

además la posibilidad de aplaudir con una ovación cerrada las noticias que les

parecían buenas y de rechiflar o tirar piedras contra el tablero cuando no les

gustaban. Era una forma de participación democrática instantánea con la cual

tenía El Espectador un termómetro más eficaz que cualquier otro para medirle la

fiebre a la opinión pública.

Aún no existía la televisión y había noticieros de radio muy completos pero a

horas fijas, de modo que antes de ir a almorzar o a cenar, uno se quedaba

esperando la aparición del tablero para llegar a casa con una versión más

completa del mundo. Allí se supo y se siguió con un rigor ejemplar e inolvidable

el vuelo solitario del capitán Concha Venegas entre Lima y Bogotá. Cuando eran

noticias como ésas, el tablero se cambiaba varias veces fuera de sus horas

previstas para alimentar la voracidad del público con boletines extraordinarios.

Ninguno de los lectores callejeros de aquel periódico único sabía que el inventor

y esclavo de la idea se llamaba José Salgar, un redactor primíparo de El

Espectador a los veinte años, que llegó a ser un periodista de los grandes sin haber

ido más allá de la escuela primaria.

La institución distintiva de Bogotá eran los cafés del centro, en los que tarde o

temprano confluía la vida de todo el país. Cada uno disfrutó en su momento de

una especialidad —política, literaria, financiera—, de modo que gran parte de la

historia de Colombia en aquellos años tuvo alguna relación con ellos. Cada quien

tenía su favorito como una señal infalible de su identidad.

Escritores y políticos de la primera mitad del siglo —incluido algún presidente

de la República— habían estudiado en los cafés de la calle Catorce, frente al

colegio del Rosario. El Windsor, que hizo su época de políticos famosos, era uno

de los más perdurables y fue refugio del gran caricaturista Ricardo Rendón, que

hizo allí su obra grande, y años después se perforó el cráneo genial con un plomo

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