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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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que le hice un saludo de admirador. Me correspondió muy amable, pero no me

reconoció. En cambio, en otra ocasión el maestro León de Greiff se levantó de su

mesa de El Molino para saludarme en la mía cuando alguien le contó que había

publicado cuentos en El Espectador, y me prometió leerlos. Por desgracia, pocas

semanas después ocurrió la revuelta popular del 9 de abril, y tuve que abandonar

la ciudad todavía humeante. Cuando volví, al cabo de cuatro años, El Molino

había desaparecido bajo sus cenizas, y el maestro se había mudado con sus

bártulos y su corte de amigos al café El Automático, donde nos hicimos amigos

de libros y aguardiente, y me enseñó a mover sin arte ni fortuna las piezas del

ajedrez.

A mis amigos de la primera época les parecía incomprensible que me

empeñara en escribir cuentos, y y o mismo no me lo explicaba en un país donde

el arte may or era la poesía. Lo supe desde muy niño, por el éxito de Miseria

humana, un poema popular que se vendía en cuadernillos de papel de estraza o

recitado por dos centavos en los mercados y cementerios de los pueblos del

Caribe. La novela, en cambio, era escasa. Desde María, de Jorge Isaacs, se

habían escrito muchas sin may or resonancia. José María Vargas Vila había sido

un fenómeno insólito con cincuenta y dos novelas directas al corazón de los

pobres. Viajero incansable, su exceso de equipaje eran sus propios libros, que se

exhibían y se agotaban como pan en la puerta de los hoteles de América Latina y

España. Aura o las violetas, su novela estelar, rompió más corazones que muchas

mejores de contemporáneos suy os.

Las únicas que sobrevivieron a su tiempo habían sido El carnero, escrita entre

1600 y 1638 en plena Colonia por el español Juan Rodríguez Freyle, un relato tan

desmesurado y libre de la historia de la Nueva Granada, que terminó por ser una

obra maestra de la ficción; María, de Jorge Isaacs, en 1867; La vorágine, de José

Eustasio Rivera, en 1924; La marquesa de Yolombó, de Tomás Carrasquilla, en

1926, y Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea, en 1950.

Ninguno de ellos había logrado vislumbrar la gloria que tantos poetas tenían con

justicia o sin ella. En cambio, el cuento —con un antecedente tan insigne como el

del mismo Carrasquilla, el escritor grande de Antioquia— había naufragado en

una retórica escarpada y sin alma.

La prueba de que mi vocación era sólo de narrador fue el reguero de versos

que dejé en el liceo, sin firma o con seudónimos, porque nunca tuve la intención

de morirme por ellos. Más aún: cuando publiqué los primeros cuentos en El

Espectador, muchos se disputaban el género, pero sin derechos suficientes. Hoy

pienso que esto podía entenderse porque la vida en Colombia, desde muchos

puntos de vista, seguía en el siglo XIX. Sobre todo en la Bogotá lúgubre de los

años cuarenta, todavía nostálgica de la Colonia, cuando me matriculé sin

vocación ni voluntad en la facultad de derecho de la Universidad Nacional.

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