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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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de Greiff, que no fueron reconocidos en toda su magnitud mientras Valencia

estuvo en su trono. Este había disfrutado hasta entonces de una gloria peculiar que

lo llevó en vilo a las puertas mismas de la presidencia de la República.

Los únicos que se atrevieron a salirle al paso en medio siglo fueron los del

grupo Piedra y Cielo con sus cuadernos juveniles, que en última instancia sólo

tenían en común la virtud de no ser valencistas: Eduardo Carranza, Arturo

Camacho Ramírez, Aurelio Arturo y el mismo Jorge Rojas, que había financiado

la publicación de sus poemas. No todos eran iguales en forma ni inspiración, pero

en conjunto estremecieron las ruinas arqueológicas de los parnasianos y

despertaron para la vida una nueva poesía del corazón, con resonancias múltiples

de Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, García Lorca, Pablo Neruda o Vicente

Huidobro. La aceptación pública no fue inmediata ni ellos mismos parecieron

conscientes de ser vistos como enviados de la Divina Providencia para barrer la

casa de la poesía. Sin embargo, don Baldomero Sanín Cano, el ensay ista y crítico

más respetable de aquellos años, se apresuró a escribir un ensay o terminante

para salir al paso de cualquier tentativa contra Valencia. Su mesura proverbial se

desmandó. Entre muchas sentencias definitivas, escribió que Valencia se había

« apoderado de la ciencia antigua para conocer el alma de los tiempos remotos

en el pasado, y cavila sobre los textos contemporáneos para sorprender, por

analogía, toda el alma del hombre» . Lo consagró una vez más como un poeta sin

tiempo ni fronteras, y lo colocó entre aquellos que « como Lucrecio, Dante,

Goethe, conservaron el cuerpo para salvar el alma» . Más de uno debió pensar

entonces que con amigos como ése, Valencia no necesitaba enemigos.

Eduardo Carranza le replicó a Sanín Cano con un artículo que lo decía todo

desde el título: « Un caso de bardolatría» . Fue la primera y certera embestida

para situar a Valencia en sus límites propios y reducir su pedestal a su lugar y a

su tamaño. Lo acusó de no haber encendido en Colombia una llama del espíritu

sino una ortopedia de palabras, y definió sus versos como los de un artista

culterano, frígido y habilidoso, y un cincelador concienzudo. Su conclusión fue

una pregunta a sí mismo que en esencia quedó como uno de sus buenos poemas:

« Si la poesía no sirve para apresurarme la sangre, para abrirme de repente

ventanas sobre lo misterioso, para ay udarme a descubrir el mundo, para

acompañar a este desolado corazón en la soledad y en el amor, en la fiesta y en

el desamor, ¿para qué me sirve la poesía?» . Y terminaba: « Para mí —

¡blasfemo de mí!—, Valencia es apenas un buen poeta» .

La publicación de « Un caso de bardolatría» en « Lecturas Dominicales» de

El Tiempo, que entonces tenía una amplia circulación, causó una conmoción

social. Tuvo además el resultado prodigioso de un examen a fondo de la poesía

en Colombia desde sus orígenes, que tal vez no se había hecho con seriedad desde

que don Juan de Castellanos escribió los ciento cincuenta mil endecasílabos de su

Elegías de varones ilustres de Indias.

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