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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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mesa del poeta De Greiff y conocí su voz y su tos áspera de fumador

irredimible, y lo vi de cerca en varios actos culturales, pero nadie nos presentó.

Unos porque no nos conocían y otros porque no les parecía posible que no nos

conociéramos.

Es difícil imaginar hasta qué punto se vivía entonces a la sombra de la poesía.

Era una pasión frenética, otro modo de ser, una bola de candela que andaba

de su cuenta por todas partes. Abríamos el periódico, aun en la sección

económica o en la página judicial, o leíamos el asiento del café en el fondo de la

taza, y allí estaba esperándonos la poesía para hacerse cargo de nuestros sueños.

De modo que para nosotros, los aborígenes de todas las provincias, Bogotá era la

capital del país y la sede del gobierno, pero sobre todo era la ciudad donde vivían

los poetas. No sólo creíamos en la poesía, y nos moríamos por ella, sino que

sabíamos con certeza —como lo escribió Luis Cardoza y Aragón— que

« la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre» .

El mundo era de los poetas. Sus novedades eran más importantes para mi

generación que las noticias políticas cada vez más deprimentes. La poesía

colombiana había salido del siglo XIX iluminada por la estrella solitaria de José

Asunción Silva, el romántico sublime que a los treinta y un años se disparó un tiro

de pistola en el círculo que su médico le había pintado con un hisopo de yodo en

el sitio del corazón. No nací a tiempo para conocer a Rafael Pombo o a Eduardo

Castillo —el gran lírico—, cuyos amigos lo describían como un fantasma

escapado de la tumba al atardecer, con una capa de dos vueltas, una piel

verdecida por la morfina y un perfil de gallinazo: la representación física de los

poetas malditos. Una tarde pasé en tranvía frente a una gran mansión de la

carrera Séptima y vi en el portón al hombre más impresionante que había visto

en mi vida, con un traje impecable, un sombrero inglés, unos espejuelos negros

para sus ojos sin luz y una ruana sabanera. Era el poeta Alberto Ángel Montoya,

un romántico un poco aparatoso que publicó algunos de los buenos poemas de su

tiempo. Para mi generación eran y a fantasmas del pasado, salvo el maestro

León de Greiff, a quien espié durante años en el café El Molino.

Ninguno de ellos logró rozar siquiera la gloria de Guillermo Valencia, un

aristócrata de Popay án que antes de sus treinta años se había impuesto como el

sumo pontífice de la generación del Centenario, así llamada por haber coincidido

en 1910 con el primer siglo de la independencia nacional. Sus contemporáneos

Eduardo Castillo y Porfirio Barba Jacob, dos poetas grandes de estirpe romántica,

no obtuvieron la justicia crítica que merecían de sobra en un país encandilado por

la retórica de mármol de Valencia, cuy a sombra mítica les cerró el paso a tres

generaciones. La inmediata, surgida en 1925 con el nombre y los ímpetus de Los

Nuevos, contaba con ejemplares magníficos como Rafael May a y otra vez León

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