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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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gran maestro León de Greif —barbudo, gruñón, encantador—, que empezaba su

tertulia al atardecer con algunos de los escritores más famosos del momento, y

terminaba a la medianoche ahogado en alcoholes de mala muerte con sus

alumnos de ajedrez. Fueron muy pocos los nombres grandes de las artes y las

letras del país que no pasaron por aquella mesa, y nosotros nos hacíamos los

muertos en la nuestra para no perder ni una de sus palabras. Aunque solían hablar

más de mujeres o de intrigas políticas que de sus artes y oficios, siempre decían

algo nuevo que aprender. Los más asiduos éramos de la costa atlántica, no tan

unidos por las conspiraciones caribes contra los cachacos como por el vicio de los

libros. Jorge Álvaro Espinosa, un estudiante de derecho que me había enseñado a

navegar en la Biblia y me hizo aprender de memoria los nombres completos de

los contertulios de Job, me puso un día sobre la mesa un mamotreto

sobrecogedor, y sentenció con su autoridad de obispo:

—Esta es la otra Biblia.

Era, cómo no, el Ulises de James Joy ce, que leí a pedazos y tropezones hasta

que la paciencia no me dio para más. Fue una temeridad prematura. Años

después, y a de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio, y no sólo fue

el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino

además una ay uda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del

tiempo y las estructuras de mis libros.

Uno de mis compañeros de cuarto era Domingo Manuel Vega, un estudiante

de medicina que y a era mi amigo desde Sucre y compartía conmigo la

voracidad de la lectura. Otro era mi primo Nicolás Ricardo, el hijo mayor de mi

tío Juan de Dios, que me mantenía vivas las virtudes de la familia. Vega llegó una

noche con tres libros que acababa de comprar, y me prestó uno al azar, como lo

hacía a menudo para ay udarme a dormir. Pero esa vez logró todo lo contrario:

nunca más volví a dormir con la placidez de antes. El libro era La metamorfosis

de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada

de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera

línea, y que hoy es una de las divisas grandes de la literatura universal: « Al

despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en

su cama convertido en un monstruoso insecto» . Eran libros misteriosos, cuy os

desfiladeros no eran sólo distintos sino muchas veces contrarios a todo lo que

conocía hasta entonces. No era necesario demostrar los hechos: bastaba con que

el autor lo hubiera escrito para que fuera verdad, sin más pruebas que el poder de

su talento y la autoridad de su voz. Era de nuevo Scherezada, pero no en su

mundo milenario en el que todo era posible, sino en otro mundo irreparable en el

que ya todo se había perdido.

Al terminar la lectura de La metamorfosis me quedaron las ansias irresistibles

de vivir en aquel paraíso ajeno. El nuevo día me sorprendió en la máquina

viajera que me prestaba el mismo Domingo Manuel Vega, para intentar algo que

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