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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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una hora después, vio el resultado catastrófico y anuló cada página con una cruz

de arriba abajo y un gruñido feroz: « Ese cráneo está podrido» . Sin embargo, en

las calificaciones finales apareció el álgebra aprobada, pero tuve la decencia de

no darle las gracias al maestro por haber contrariado sus principios y

obligaciones en favor mío.

En víspera del último examen final de aquel año, Guillermo López Guerra y

yo tuvimos un incidente desgraciado con el profesor Gonzalo Ocampo por un

altercado de borrachos. José Palencia nos había invitado a estudiar en su cuarto

de hotel, que era una joy a colonial con una vista idílica sobre el parque florido y

la catedral al fondo. Como sólo nos faltaba el último examen, seguimos de largo

hasta la noche y volvimos a la escuela por entre nuestras cantinas de pobres. El

profesor Ocampo, en su turno como prefecto de disciplina, nos reprendió por la

hora y por nuestro mal estado, y los dos a coro lo coronamos de improperios. Su

reacción enfurecida y nuestros gritos alborotaron el dormitorio.

La decisión del cuerpo de profesores fue que López Guerra y y o no

podíamos presentar el único examen final que faltaba. Es decir: al menos aquel

año no seríamos bachilleres. Nunca pudimos averiguar cómo fueron las

negociaciones secretas entre los maestros, porque cerraron filas con una

solidaridad infranqueable. El rector Espitia debió hacerse cargo del problema por

su cuenta y riesgo, y consiguió que presentáramos el examen en el Ministerio de

Educación, en Bogotá. Así se hizo. El mismo Espitia nos acompañó, y estuvo con

nosotros mientras respondíamos el examen escrito, que fue calificado allí mismo.

Y muy bien.

Debió ser una situación interna muy compleja, porque Ocampo no asistió a la

sesión solemne, tal vez por la fácil solución de Espitia y nuestras calificaciones

excelentes. Y al final por mis resultados personales, que me merecieron como

premio especial un libro inolvidable: Vidas de filósofos ilustres, de Diógenes

Laercio. No sólo era más de lo que mis padres esperaban, sino que además fui el

primero de la promoción de aquel año, a pesar de que mis compañeros de clase

—y y o más que nadie— sabíamos que no era el mejor.

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