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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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armónicas, me di cuenta de que estaba admitido. Yo también, por mi parte, sentí

el peso de mi nueva condición desde que atravesé el zaguán: era un alumno del

sexto año. Hasta entonces no tenía conciencia de llevar en la frente una estrella

con la que todos soñaban, y de que se notaba sin remedio en el modo de

acercarse a nosotros, en el tono de hablarnos e incluso en un cierto temor

reverencial. Fue, además, todo un año de fiesta. Aunque el dormitorio era sólo

para becados, José Palencia se instaló en el mejor hotel del marco de la plaza,

una de cuy as dueñas tocaba el piano, y la vida se nos convirtió en un domingo el

año entero.

Fue otro de los saltos de mi vida. Mi madre me compraba ropa desechable

mientras fui adolescente, y cuando y a no me servía la adaptaba para los

hermanos menores. Los años más problemáticos fueron los dos primeros, porque

la ropa de paño para el clima frío era cara y difícil. A pesar de que mi cuerpo no

crecía con demasiado entusiasmo, no daba tiempo para adaptar un vestido a dos

estaturas sucesivas en un mismo año. Para colmo, la costumbre original de

intercambiar la ropa entre los internos no logró imponerse, porque los ajuares

estaban tan vistos que las burlas a los nuevos dueños eran insoportables. Esto se

resolvió en parte cuando Espitia impuso un uniforme de saco azul y pantalones

grises, que unificó la apariencia y disimuló los cambalaches.

En el tercero y cuarto años me servía el único vestido que me arregló el

sastre de Sucre, pero tuve que comprar para el quinto otro muy bien conservado

que no me sirvió hasta el sexto. Sin embargo, mi padre se entusiasmó tanto con

mis propósitos de enmienda, que me dio dinero para comprar un traje nuevo

sobre medida, y José Palencia me regaló otro suy o del año anterior que era un

completo de pelo de camello apenas usado. Pronto me di cuenta de hasta qué

punto el hábito no hace al monje. Con el vestido nuevo, intercambiable con el

nuevo uniforme, asistí a los bailes donde reinaban los costeños, y sólo conseguí

una novia que me duró menos que una flor.

Espitia me recibió con un entusiasmo raro. Las dos clases de química de la

semana parecía dictarlas sólo para mi con fogueos rápidos de preguntas y

respuestas. Esa atención obligada se me reveló como un buen punto de partida

para cumplir con mis padres la promesa de un final digno. Lo demás lo hizo el

método único y simple de Martina Fonseca: poner atención en las clases para

evitar trasnochos y sustos en el pavoroso final. Fue una enseñanza sabia. Desde

que decidí aplicarlo en el último año del liceo se me calmó la angustia. Respondía

con facilidad las preguntas de los maestros, que empezaron a ser más familiares,

y me di cuenta de cuán fácil era cumplir con la promesa que había hecho a mis

padres.

Mi único problema inquietante siguió siendo el de los alaridos de las

pesadillas. El prefecto de disciplina, con muy buenas relaciones con sus alumnos,

era entonces el profesor Gonzalo Ocampo, y una noche del segundo semestre

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