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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Mi madre debió coronar aquella noche su preciosismo de orfebre, porque

papá reunió en la mesa a toda la familia y anunció con un aire casual:

« Tendremos abogado en casa» . Temerosa tal vez de que mi padre intentara

reabrir el debate para la familia en pleno, mi madre intervino con su mejor

inocencia.

—En nuestra situación, y con este cuadro de hijos —me explicó—, hemos

pensado que la mejor solución es la única carrera que te puedes costear tú

mismo.

Tampoco era tan simple como ella lo decía, ni mucho menos, pero para

nosotros podía ser el menor de los males, y sus estragos podían ser los menos

sangrientos. De modo que le pedí su opinión a mi padre, para seguir el juego, y

su respuesta fue inmediata y de una sinceridad desgarradora:

—¿Qué quieres que te diga? Me dejas el corazón partido por la mitad, pero

me queda al menos el orgullo de ayudarte a ser lo que te dé la gana.

El colmo de los lujos de aquel enero de 1946 fue mi primer viaje en avión,

gracias a José Palencia, que reapareció con un problema grande. Había hecho a

saltos cinco años de bachillerato en Cartagena, pero acababa de fracasar en el

sexto. Me comprometí a conseguirle un lugar en el liceo para que tuviera por fin

su diploma y él me invitó a que fuéramos en avión.

El vuelo a Bogotá se hacía dos veces por semana en un DC-3 de la empresa

LANSA, cuy o riesgo mayor no era el avión mismo sino las vacas sueltas en la

pista de arcilla improvisada en un potrero. A veces tenía que dar varias vueltas

hasta que acabaran de espantarlas. Fue la experiencia inaugural de mi miedo

legendario al avión, en una época en que la Iglesia prohibía llevar hostias

consagradas para tenerlas a salvo de las catástrofes. El vuelo duraba casi cuatro

horas, sin escalas, a trescientos veinte kilómetros por hora. Quienes habíamos

hecho la prodigiosa travesía fluvial, nos guiábamos desde el cielo por el mapa

vivo del río Grande de la Magdalena. Reconocíamos los pueblos en miniatura, los

buquecitos de cuerda, las muñequitas felices que nos hacían adioses desde los

patios de las escuelas. A las azafatas de carne y hueso se les iba el tiempo en

tranquilizar a los pasajeros que viajaban rezando, en socorrer a los mareados y

en convencer a muchos de que no había riesgos de tropezar con las bandadas de

gallinazos que oteaban la mortecina del río. Los viajeros duchos, por su parte,

contaban como proezas de coraje una y otra vez los vuelos históricos. El ascenso

al altiplano de Bogotá, sin presurización ni máscaras de oxígeno, se sentía como

un bombo en el corazón, y las sacudidas y el batir de alas aumentaban la

felicidad del aterrizaje. Pero la sorpresa may or fue haber llegado primero que

nuestros telegramas de la víspera.

De paso por Bogotá, José Palencia compró instrumentos para una orquesta

completa, y no sé si lo hizo con premeditación o por premonición, pero desde que

el rector Espitia lo vio entrar pisando firme con guitarras, tambores, maracas y

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