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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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cuenta de que eres el orgullo de la familia?

Para ellos era simple: ya que no había posibilidad alguna de que yo fuera el

médico eminente que mi padre no pudo ser por falta de recursos, soñaban al

menos con que fuera un profesional de cualquier cosa.

—Pues no seré nada de nada —concluí—. Me niego a que me hagan por la

fuerza como yo no quiero o como ustedes quisieran que fuera, y mucho menos

como quiere el gobierno.

La disputa, un poco a la topa tolondra, se prolongó por el resto de la semana.

Creo que mi madre quería tomarse el tiempo para conversarlo con papá, y

esa idea me infundió un nuevo aliento. Un día soltó como al azar una propuesta

sorprendente:

—Dicen que si te lo propones podrías ser un buen escritor.

Nunca había oído algo semejante en la familia. Mis inclinaciones habían

permitido suponer desde niño que fuera dibujante, músico, cantor de iglesia e

incluso poeta dominical. Me había descubierto una tendencia conocida de todos

hacia una escritura más bien retorcida y etérea, pero mi reacción esa vez fue

más bien de sorpresa.

—Si hay que ser escritor tendría que ser de los grandes, y a ésos ya no los

hacen —le respondí a mi madre—. Al fin y al cabo, para morirse de hambre

hay otros oficios mejores.

Una de esas tardes, en vez de conversar conmigo, lloró sin lágrimas. Hoy me

habría alarmado, porque aprecio el llanto reprimido como un recurso infalible de

las grandes mujeres para forzar sus propósitos. Pero a mis dieciocho años no

supe qué decirle a mi madre, y mi silencio le frustró las lágrimas.

—Muy bien —dijo entonces—, prométeme al menos que terminarás el

bachillerato lo mejor que puedas y y o me encargo de arreglarte lo demás con tu

papá.

Ambos tuvimos al mismo tiempo el alivio de haber ganado. Acepté, tanto por

ella como por mi padre, porque temí que se murieran si no llegábamos pronto a

un acuerdo. Así fue como encontramos la solución fácil de que estudiara derecho

y ciencias políticas, que no sólo era una buena base cultural para cualquier oficio,

sino también una carrera humanizada con clases en la mañana y tiempo libre

para trabajar en las tardes. Preocupado también por la carga emocional que

había sobrellevado mi madre en aquellos días, le pedí que me preparara el

ambiente para hablar cara a cara con papá. Se opuso, segura de que

terminaríamos en un pleito.

—No hay en este mundo dos hombres más parecidos que él y tú —me dijo

—. Y eso es lo peor para conversar.

Siempre creí lo contrario. Sólo ahora, cuando ya pasé por todas las edades

que mi padre tuvo en su larga vida, he empezado a verme en el espejo mucho

más parecido a él que a mi mismo.

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