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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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saber si estaba vivo.

Entonces se acostó a mi lado y abordó sin preámbulos el asunto que le

estorbaba para vivir.

—Tu papá y yo quisiéramos saber qué es lo que te pasa.

La frase no podía ser más certera. Sabía desde hacía tiempo que mis padres

compartían las inquietudes por los cambios de mi modo de ser, y ella

improvisaba explicaciones banales para tranquilizarlo. No sucedía nada en la

casa que mi madre no lo supiera y sus berrinches eran y a legendarios. Pero la

copa se rebosó con mi llegada a casa a pleno día durante una semana. Mi

posición justa hubiera sido eludir las preguntas o dejarlas pendientes para una

ocasión más propicia, pero ella sabía que un asunto tan serio sólo admitía

respuestas inmediatas.

Todos sus argumentos eran legítimos: desaparecía al anochecer, vestido como

para una boda, y no regresaba a dormir en la casa, pero al día siguiente

dormitaba en la hamaca hasta después del almuerzo. No volví a leer y por

primera vez desde mi nacimiento me atreví a llegar a casa sin saber bien dónde

estaba. « Ni siquiera miras a tus hermanos, confundes sus nombres y sus edades,

y el otro día besaste a un nieto de Clemencia Morales creyendo que era uno de

ellos» , dijo mi madre. Pero de pronto tomó conciencia de sus exageraciones y

las compensó con la simple verdad:

—En fin, te has vuelto un extraño en esta casa.

—Todo eso es cierto —le dije—, pero la razón es muy fácil: estoy hasta la

coronilla de toda esta vaina.

—¿De nosotros?

Mi respuesta podía ser afirmativa, pero no hubiera sido justa:

—De todo —le dije.

Y entonces le conté mi situación en el liceo. Me juzgaban por mis

calificaciones, mis padres se vanagloriaban año tras año de los resultados, me

creían no sólo el alumno intachable, sino además el amigo ejemplar, el más

inteligente y rápido, y el más famoso por su simpatía. O, como decía mi abuela:

« El nene perfecto» .

Sin embargo, para terminar pronto, la verdad era la contraria. Parecía así,

porque no tenía el valor y el sentido de independencia de mi hermano Luis

Enrique, que sólo hacía lo que le daba la gana. Y que sin duda iba a lograr una

felicidad que no es la que se desea para los hijos, pero sí la que les permite

sobrevivir a los cariños descomedidos, los miedos irracionales y las esperanzas

alegres de los padres.

Mi madre quedó anonadada con el retrato adverso del que ellos se habían

forjado en sus sueños solitarios.

—Pues no sé qué vamos a hacer —dijo al cabo de un silencio mortal—,

porque si le contamos todo esto a tu padre se nos morirá de repente. ¿No te das

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