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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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—¿No decías que no tomabas café?

Sin saber qué contestarle, le inventé lo primero que se me pasó por la cabeza:

—Siempre tengo sed a esta hora.

—Como todos los borrachos —replicó él.

No me miró más ni se volvió a hablar del asunto. Pero mi madre me informó

que mi padre, deprimido desde aquel día, había empezado a considerarme como

un caso perdido, aunque nunca me lo dejó saber.

Mis gastos aumentaban tanto que resolví saquear las alcancías de mi madre.

Luis Enrique me absolvió con su lógica de que la plata robada a los padres, si se

usa para el cine y no para putear, es plata legítima. Sufrí con los apuros de

complicidad de mi madre para que mi padre no se diera cuenta de que y o

andaba por malos rumbos. Tenía razón de sobra pues en la casa se notaba

demasiado que a veces seguía dormido sin motivo a la hora del almuerzo y tenía

una voz de gallo ronco, y andaba tan distraído que un día no escuché dos

preguntas de papá, y él me endilgó el más duro de sus diagnósticos:

—Estás mal del hígado.

A pesar de todo, logré conservar las apariencias sociales. Me dejaba ver bien

vestido y mejor educado en los bailes de gala y los almuerzos ocasionales que

organizaban las familias de la plaza mayor, cuy as casas permanecían cerradas

durante todo el año y se abrían para las fiestas de Navidad cuando volvían los

estudiantes.

Aquél fue el año de Cay etano Gentile, que celebró sus vacaciones con tres

bailes espléndidos. Para mí fueron fechas de suerte, porque en los tres bailé

siempre con la misma pareja. La saqué a bailar la primera noche sin tomarme el

trabajo de preguntar quién era, ni hija de quién, ni con quién. Me pareció tan

sigilosa que en la segunda pieza le propuse en serio que se casara conmigo y su

respuesta fue aún más misteriosa:

—Mi papá dice que todavía no ha nacido el príncipe que se va a casar

conmigo.

Días después la vi atravesar el camellón de la plaza bajo el sol bravo de las

doce, con un radiante vestido de organza y llevando de la mano a un niño y una

niña de seis o siete años. « Son míos» , me dijo muerta de risa, sin que y o se lo

preguntara. Y con tanta malicia, que empecé a sospechar que mi propuesta de

boda no se la había llevado el viento.

Desde recién nacido en la casa de Aracataca había aprendido a dormir en

hamaca, pero sólo en Sucre la asumí como parte de mi naturaleza. No hay nada

mejor para la siesta, para vivir la hora de las estrellas, para pensar despacio, para

hacer el amor sin prejuicios. El día en que regresé de mi semana disipada la

colgué entre dos árboles del patio, como lo hacía papá en otros tiempos, y dormí

con la conciencia tranquila. Pero mi madre, siempre atormentada por el terror

de que sus hijos nos muriéramos dormidos, me despertó al final de la tarde para

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