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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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la fiesta. Antes de que saliera me advirtió con su previsión infalible que dejaría

sin tranca la puerta del patio para que pudiera regresar a cualquier hora sin

despertar a mi padre. No alcancé a llegar hasta las casas de las bandidas porque

había ensay o de músicos en la carpintería del maestro Valdés, a cuyo grupo se

había afiliado Luis Enrique tan pronto como regresó a casa.

Aquel año me incorporé a ellos para tocar el tiple y cantar con sus seis

maestros anónimos hasta el amanecer. Siempre tuve a mi hermano como buen

guitarrista, pero mi primera noche supe que hasta sus rivales más enconados lo

consideraban un virtuoso. No había conjunto mejor, y estaban tan seguros de sí

mismos que cuando alguien les contrataba una serenata de reconciliación o

desagravio, el maestro Valdés lo tranquilizaba de antemano:

—No te preocupes, que vamos a dejarla mordiendo almohada.

Las vacaciones sin él no eran iguales. Encendía la fiesta donde llegaba, y Luis

Enrique y él, con Filadelfo Velilla, se acoplaban como profesionales. Fue

entonces cuando descubrí la lealtad del alcohol y aprendí a vivir al derecho,

durmiendo de día y cantando de noche. Como decía mi madre: solté la perra.

Sobre mí se dijo de todo, y corrió la voz de que mi correspondencia no me

llegaba a la dirección de mis padres sino a las casas de las bandidas. Me convertí

en el cliente más puntual de sus sancochos épicos de hiél de tigre y sus guisos de

iguana, que daban ímpetus para tres noches completas. No volví a leer ni a

sumarme a la rutina de la mesa familiar. Eso correspondía a la idea tantas veces

expresada por mi madre de que yo hacía a mi manera lo que me daba la gana, y

en cambio la mala fama la arrastraba el pobre Luis Enrique. Este, sin conocer la

frase de mi madre, me dijo por esos días: « Lo único que falta decir ahora es que

estoy corrompiéndote y me manden otra vez a la casa de corrección» .

Por Navidad decidí huir de la competencia anual de las carrozas y me escapé

con dos amigos cómplices para la población vecina de Majagual. Anuncié en

casa que me iba por tres días, pero me quedé diez. La culpa fue de María

Alejandrina Cervantes, una mujer inverosímil que conocí la primera noche, y

con quien perdí la cabeza en la parranda más fragorosa de mi vida. Hasta el

domingo en que no amaneció en mi cama y desapareció para siempre. Años

más tarde la rescaté de mis nostalgias, no tanto por sus gracias como por la

resonancia de su nombre, y la reviví para proteger a otra en alguna de mis

novelas, como dueña y señora de una casa de placer que nunca existió. De

regreso a casa encontré a mi madre hirviendo el café en la cocina a las cinco de

la madrugada. Me dijo con un susurro cómplice que me quedara con ella, porque

mi padre acababa de despertar, y estaba dispuesto a demostrarme que ni en las

vacaciones era yo tan libre como creía. Me sirvió un tazón de café cerrero,

aunque sabía que no me gustaba, y me hizo sentar junto al fogón. Mi padre entró

en piy ama, todavía con el humor del sueño, y se sorprendió de verme con el

tazón humeante, pero me hizo una pregunta sesgada:

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