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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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víctimas. Sólo después de publicada supe que en los arrabales, donde éramos

malqueridos los habitantes de la plaza may or, muchos pasquines fueron motivo

de fiestas.

La verdad es que los pasquines sólo me sirvieron como punto de partida de un

argumento que en ningún momento logré concretar, porque lo mismo que

escribía demostraba que el problema de fondo era político y no moral como se

creía. Siempre pensé que el marido de Nigromanta era un buen modelo para el

alcalde militar de La mala hora pero mientras lo desarrollaba como personaje

me fue seduciendo como ser humano, y no tuve motivos para matarlo, pues

descubrí que un escritor serio no puede matar un personaje si no tiene una razón

convincente, y aquél no era el caso.

Hoy me doy cuenta de que la novela misma podría ser otra novela. La

escribí en un hotel de estudiantes de la rue Cujas, en el Barrio Latino de París, a

cien metros del boulevard Saint Michel, mientras los días pasaban sin

misericordia a la espera de un cheque que nunca llegó. Cuando la di por

terminada hice un rollo con las cuartillas, las amarré con una de las tres corbatas

que había llevado en tiempos mejores, y la sepulté en el fondo del ropero.

Dos años después en la Ciudad de México no sabía siquiera dónde estaba,

cuando me la pidieron para un concurso de novela de la Esso Colombiana, con un

premio de tres mil dólares de aquellos tiempos de famina. El emisario era el

fotógrafo Guillermo Ángulo, mi viejo amigo colombiano, que conocía la

existencia de los originales en proceso desde que estaba escribiéndola en París, y

se los llevó en el punto en que estaba, todavía amarrada con la corbata y sin

tiempo siquiera para plancharla al vapor por los apremios del plazo. Así la mandé

al concurso sin ninguna esperanza en un premio que bien alcanzaba para

comprar una casa. Pero tal como la mandé fue declarada ganadora por un

jurado ilustre, el 16 de abril de 1962, y casi a la misma hora en que nació nuestro

segundo hijo, Gonzalo, con su pan bajo el brazo.

No habíamos tenido tiempo ni siquiera para pensarlo, cuando recibí una carta

del padre Félix Restrepo, presidente de la Academia Colombiana de la Lengua, y

un hombre de bien que había presidido el jurado del premio pero ignoraba el

título de la novela. Sólo entonces caí en la cuenta de que en las prisas de última

hora había olvidado escribirlo en la página inicial: Este pueblo de mierda.

El padre Restrepo se escandalizó al conocerlo, y a través de Germán Vargas

me pidió del modo más amable que lo cambiara por otro menos brutal, y más a

tono con el clima del libro. Al cabo de muchos intercambios con él, me decidí

por un título que tal vez no dijera mucho del drama, pero que le serviría de

bandera para navegar por los mares de la mojigatería: La mala hora.

Una semana después, el doctor Carlos Arango Vélez, embajador de

Colombia en México, y candidato reciente a la presidencia de la República, me

citó en su despacho para informarme que el padre Restrepo me suplicaba

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