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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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vidas.

A las cuarenta y ocho horas de agonía, las campanas de la iglesia doblaron a

duelo por una mujer que acababa de morir. Los dos moribundos las oyeron, y

cada uno en su cama crey ó que doblaban por la muerte del otro. Ananías murió

de pesar casi al instante, llorando por la muerte de Plinio. Éste lo supo, y murió

dos días después llorando a mares por el sargento Ananías.

En una población de amigos pacíficos como aquélla, la violencia tuvo por

esos años una manifestación menos mortal, pero no menos dañina: los pasquines.

El terror estaba vivo en las casas de las grandes familias, que esperaban la

mañana siguiente como una lotería de la fatalidad. Donde menos se esperaba

aparecía un papel punitivo, que era un alivio por lo que no dijera de uno, y a

veces una fiesta secreta por lo que decía de otros. Mi padre, tal vez el hombre

más pacífico que conocí, aceitó el revólver venerable que nunca disparó, y soltó

la lengua en el salón de billar.

—Al que se le ocurra tocar a cualquiera de mis hijas —gritó—, va a llevar

plomo del bravo.

Varias familias iniciaron el éxodo por temor de que los pasquines fueran un

preludio de la violencia policial que arrasaba pueblos enteros en el interior del

país para acoquinar a la oposición.

La tensión se convirtió en otro pan de cada día. Al principio se organizaron

rondas furtivas no tanto para descubrir a los autores de los pasquines como para

saber qué decían, antes de que los destruyeran al amanecer. Un grupo de

trasnochados encontramos un funcionario municipal a las tres de la madrugada,

tomando el fresco en la puerta de su casa, pero en realidad al acecho de los que

ponían los pasquines. Mi hermano le dijo entre broma y en serio que algunos

decían la verdad. Él sacó el revólver y lo apuntó amartillado:

—¡Repítelo!

Entonces supimos que la noche anterior habían puesto un pasquín verídico

contra su hija soltera. Pero los datos eran del dominio público, aun dentro de su

propia casa, y el único que no los conocía era su padre. Al principio fue evidente

que los pasquines habían sido escritos por la misma persona, con el mismo pincel

y en el mismo papel, pero en un comercio tan pequeño como el de la plaza, sólo

una tienda podía venderlos, y el propio dueño se apresuró a demostrar su

inocencia. Desde entonces supe que algún día iba a escribir una novela sobre

ellos, pero no por lo que decían, que casi siempre fueron fantasías del dominio

público y sin mucha gracia, sino por la tensión insoportable que lograban crear

dentro de las casas.

En La mala hora, mi tercera novela escrita veinte años después, me pareció

un acto de decencia simple no usar casos concretos ni identificables, aunque

algunos reales eran mejores que los inventados por mí. No hacía falta, además,

porque siempre me interesó más el fenómeno social que la vida privada de las

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