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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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—Bueno —concedió ella—, es lo mismo, pero dos veces al mismo tiempo.

Como había ocurrido con ella en su momento, no valían razones ni propósitos.

Nunca se supo cómo lo sabían los padres, porque cada una de ellas y por

separado había tomado precauciones para no ser descubierta. Pero los testigos

eran los menos pensados, porque las mismas hermanas se habían hecho

acompañar algunas veces por hermanos menores que acreditaran su inocencia.

Lo más sorprendente fue que papá participó también en el acecho, no con actos

directos, pero con la misma resistencia pasiva de mi abuelo Nicolás contra su

hija.

« Íbamos a un baile y mi papá entraba en la fiesta y nos llevaba para la casa

si descubría que los Rafaeles estaban ahí» , ha contado Aída Rosa en una

entrevista de prensa. No les daban permiso para un paseo al campo o al cine, o

las mandaban con alguien que no las perdía de vista. Ambas inventaban por

separado pretextos inútiles para cumplir sus citas de amor, y allí aparecía un

fantasma invisible que las delataba. Ligia, menor que ellas, se ganó la mala fama

de espía y delatora, pero ella misma se exculpaba con el argumento de que los

celos entre hermanos eran otra manera del amor.

En aquellas vacaciones traté de interceder con mis padres para que no

repitieran los errores que los padres de mi madre habían cometido con ella, y

siempre encontraron razones difíciles para no entenderlos. El más temible fue el

de los pasquines, que habían revelado secretos atroces —reales o inventados—

aun en las familias menos sospechables. Se delataron paternidades ocultas,

adulterios vergonzosos, perversidades de cama que de algún modo eran del

dominio público por caminos menos fáciles que los pasquines. Pero nunca se

había puesto uno que denunciara algo que de algún modo no se supiera, por muy

oculto que se hubiera tenido, o que no fuera a ocurrir tarde o temprano. « Los

pasquines los hace uno mismo» , decía una de sus víctimas.

Lo que no previeron mis padres fue que las hijas iban a defenderse con los

mismos recursos que ellos. A Margot la mandaron a estudiar en Montería y Aída

fue a Santa Marta por decisión propia. Estaban internas, y en los días francos

había alguien prevenido para acompañarlas, pero siempre se las arreglaron para

comunicarse con los Rafaeles remotos. Sin embargo, mi madre logró lo que sus

padres no lograron de ella. Aída pasó la mitad de su vida en el convento, y allí

vivió sin penas ni glorias hasta que se sintió a salvo de los hombres. Margot y yo

seguimos siempre unidos por los recuerdos de nuestra infancia común cuando yo

mismo vigilaba a los adultos para que no la sorprendieran comiendo tierra. Al

final se quedó como una segunda madre de todos, en especial de Cuqui, que era

el que más la necesitaba, y lo tuvo con ella hasta su último aliento.

Sólo hoy caigo en la cuenta de hasta qué punto aquel mal estado de ánimo de

mi madre y las tensiones internas de la casa eran acordes con las contradicciones

mortales del país que no acababan de salir a flote, pero que existían. El presidente

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