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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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él en su hamaca del dormitorio, agobiada por la tristeza y los calores humillantes,

y la casa empezaba a resentir su desidia. Mis hermanos parecían sueltos de

madrina. El orden de las comidas se había relajado tanto que comíamos sin

horarios cuando teníamos hambre. Mi padre, el más casero de los hombres,

pasaba el día contemplando la plaza desde la farmacia y las tardes jugando

partidas viciosas en el club de billar. Un día no pude soportar más la tensión. Me

tendí junto a mi madre en la hamaca, como no pude hacerlo de niño, y le

pregunté qué era el misterio que se respiraba en el aire de la casa. Ella se tragó

un suspiro entero para que no le temblara la voz, y me abrió el alma:

—Tu papá tiene un hijo en la calle.

Por el alivio que percibí en su voz me di cuenta de la ansiedad con que

esperaba mi pregunta. Había descubierto la verdad por la clarividencia de los

celos, cuando una niña del servicio volvió a casa con la emoción de haber visto a

papá hablando por teléfono en la telegrafía. A una mujer celosa no le hacía falta

saber más. Era el único teléfono en el pueblo y sólo para llamadas de larga

distancia con cita previa, con esperas inciertas y minutos tan caros que sólo se

utilizaba para casos de gravedad extrema. Cada llamada, por sencilla que fuera,

despertaba una alarma maliciosa en la comunidad de la plaza. Así que cuando

papá volvió a casa mi madre lo vigiló sin decirle nada, hasta que él rompió un

papelito que llevaba en el bolsillo con el anuncio de una reclamación judicial por

un abuso en la profesión. Mi madre esperó la ocasión de preguntarle a

quemarropa con quién hablaba por teléfono. La pregunta fue tan reveladora que

mi papá no encontró al instante una respuesta más creíble que la verdad:

—Hablaba con un abogado.

—Eso ya lo sé —dijo mi madre—. Lo que necesito es que me lo cuentes tú

mismo con la franqueza que merezco.

Mi madre admitió después que fue ella quien se aterró con la olla podrida que

podía haber destapado sin darse cuenta, pues si él se había atrevido a decirle la

verdad era porque pensaba que ella lo sabía todo. O que tendría que contárselo.

Así fue. Papá confesó que había recibido la notificación de una demanda

penal contra él por abusar en su consultorio de una enferma narcotizada con una

inyección de morfina. El hecho habría ocurrido en un corregimiento olvidado

donde él había pasado cortas temporadas para atender enfermos sin recursos. Y

de inmediato dio una prueba de su honradez: el melodrama de la anestesia y la

violación era una patraña criminal de sus enemigos, pero el niño era suy o, y

concebido en circunstancias normales.

A mi madre no le fue fácil evitar el escándalo, porque alguien de mucho peso

manejaba en la sombra los hilos de la confabulación. Existía el precedente de

Abelardo y Carmen Rosa, que habían vivido con nosotros en distintas ocasiones y

con el cariño de todos, pero ambos eran nacidos antes del matrimonio. Sin

embargo, también mi madre superó el rencor por el trago amargo del nuevo hijo

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