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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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representamos en su honor. En la recepción final se divirtió tanto como un

estudiante más, con una imagen distinta de la suy a, y no resistió la tentación

estudiantil de atravesar una pierna en el camino del que repartía las copas, que

apenas tuvo tiempo de eludirla.

Con el ánimo de la fiesta de grado me fui a pasar en familia las vacaciones

del quinto año, y la primera noticia que me dieron fue la muy feliz de que mi

hermano Luis Enrique estaba de regreso al cabo de un año y seis meses en la

casa de corrección. Me sorprendió una vez más su buena índole. No sentía el

mínimo rencor contra nadie por la condena, y contaba las desgracias con un

humor invencible. En sus meditaciones de recluso llegó a la conclusión de que

nuestros padres lo habían internado de buena fe. Sin embargo, la protección

episcopal no lo puso a salvo de la dura prueba de la vida cotidiana en la cárcel,

que en vez de pervertirlo enriqueció su carácter y su buen sentido del humor.

Su primer empleo de regreso fue el de secretario de la alcaldía de Sucre.

Tiempo después, el titular sufrió un súbito trastorno gástrico, y alguien le recetó

un remedio mágico que acababa de salir al mercado: Alkaseltzer. El alcalde no lo

disolvió en el agua, sino que se lo tragó como una pastilla convencional y no se

ahogó por un milagro con la efervescencia incontenible en el estómago. Aún sin

reponerse del susto se recetó unos días de descanso, pero tuvo razones políticas

para que no lo reemplazara ninguno de sus suplentes legítimos, sino que le dio

posesión interina a mi hermano. Por esa extraña carambola —sin la edad

reglamentaria— Luis Enrique quedó en la historia del municipio como el alcalde

más joven.

Lo único que me perturbaba de verdad en aquellas vacaciones era la

certidumbre de que en el fondo de sus corazones mi familia fundaba su futuro en

lo que esperaban de mí, y sólo yo sabía con certeza que eran ilusiones vanas. Dos

o tres frases casuales de mi padre a mitad de la comida me indicaron que había

mucho que hablar de nuestra suerte común, y mi madre se apresuró a

confirmarlo. « Si esto sigue así —dijo— tarde o temprano tendremos que volver

a Cataca» . Pero una rápida mirada de mi padre la indujo a corregir:

—O para donde sea.

Entonces estaba claro: la posibilidad de una nueva mudanza para cualquier

parte era ya un tema planteado en la familia, y no por causa del ambiente moral,

como por un porvenir más amplio para los hijos. Hasta ese momento me

consolaba con la idea de atribuir al pueblo y a su gente, e incluso a mi familia, el

espíritu de derrota que yo mismo padecía. Pero el dramatismo de mi padre

reveló una vez más que siempre es posible encontrar un culpable para no serlo

uno mismo.

Lo que yo percibía en el aire era algo mucho más denso. Mi madre sólo

parecía pendiente de la salud de Jaime, el hijo menor, que no había logrado

superar su condición de seismesino. Pasaba la may or parte del día acostada con

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