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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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pensado antes de venir.

Pude decirle que también los machos se cagan, pero me di cuenta de que me

faltaban huevos para bromas fatales. Entonces abrió el tambor del revólver, sacó

la única cápsula y la tiró en la mesa: estaba vacía. Mi sentimiento no fue de alivio

sino de una terrible humillación.

El aguacero perdió fuerza antes de las cuatro. Ambos estábamos tan agotados

por la tensión, que no recuerdo en qué momento me dio la orden de vestirme, y

obedecí con una cierta solemnidad de duelo. Sólo cuando volvió a sentarse me di

cuenta de que era él quien estaba llorando. A mares y sin pudor, y casi como

alardeando de sus lágrimas. Al final se las secó con el dorso de la mano, se sopló

la nariz con los dedos y se levantó.

—¿Sabes por qué te vas tan vivo? —me preguntó. Y se contestó a sí mismo—:

Porque tu papá fue el único que pudo curarme una gonorrea de perro viejo con

la que nadie había podido en tres años.

Me dio una palmada de hombre en la espalda, y me empujó a la calle. La

lluvia seguía, y el pueblo estaba enchumbado, de modo que me fui por el arroyo

con el agua a las rodillas, y con el estupor de estar vivo.

No sé cómo supo mi madre del altercado, pero en los días siguientes

emprendió una campaña obstinada para que no saliera de casa en la noche.

Mientras tanto, me trataba como habría tratado a papá, con recursos de

distracción que no servían de mucho. Buscaba signos de que me había quitado la

ropa fuera de casa, descubría rastros de perfumes donde no los había, me

preparaba comidas difíciles antes de que saliera a la calle por la superstición

popular de que ni su esposo ni sus hijos nos atreveríamos a hacer el amor en el

soponcio de la digestión. Por fin, una noche en que no tuvo más pretextos para

retenerme, se sentó frente a mí y me dijo:

—Andan diciendo que estás enredado con la mujer de un policía y él ha

jurado que te pegará un tiro.

Logré convencerla de que no era cierto, pero el rumor persistió. Nigromanta

me mandaba razones de que estaba sola, de que su hombre andaba en comisión,

de que hacía tiempo lo había perdido de vista. Siempre hice lo posible para no

encontrarme con él, pero se apresuraba a saludarme a distancia con una señal

que lo mismo podía ser de reconciliación que de amenaza. En las vacaciones del

año siguiente lo vi por última vez, una noche de fandango en que me ofreció un

trago de ron bruto que no me atreví a rechazar.

No sé por qué artes de ilusionismo los maestros y condiscípulos que me

habían visto siempre como un estudiante retraído empezaron a verme en el

quinto año como a un poeta maldito heredero del ambiente informal que

prosperó en la época de Carlos Martín. ¿No sería para parecerme más a esa

imagen por lo que empecé a fumar en el liceo a los quince años? El primer golpe

fue tremendo. Pasé media noche agonizando sobre mis vómitos en el piso del

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