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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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la paz de los muertos con sus aullidos de perra feliz, pero cuanto más fuerte

aullaba más felices debían estar los muertos de ser perturbados por ella.

En la primera semana tuve que escaparme del cuarto a las cuatro de la

madrugada, porque nos equivocamos de fecha y el oficial podía llegar en

cualquier momento. Salí por el portón del cementerio a través de los fuegos

fatuos y los ladridos de los perros necrófilos. En el segundo puente del caño vi

venir un bulto descomunal que no reconocí hasta que nos cruzamos. Era el

sargento en persona, que me habría encontrado en su casa si me hubiera

demorado cinco minutos más.

—Buenos días, blanco —me dijo con un tono cordial. Yo le contesté sin

convicción:

—Dios lo guarde, sargento.

Entonces se detuvo para pedirme fuego. Se lo di, muy cerca de él, para

proteger el fósforo del viento del amanecer. Cuando se apartó con el cigarrillo

encendido, me dijo de buen talante:

—Llevas un olor a puta que no puedes con él.

El susto me duró menos de lo que yo esperaba, pues el miércoles siguiente

volví a quedarme dormido y cuando abrí los ojos me encontré con el rival

vulnerado que me contemplaba en silencio desde los pies de la cama. Mi terror

fue tan intenso que me costó trabajo seguir respirando. Ella, también desnuda,

trató de interponerse, pero el marido la apartó con el cañón del revólver.

—Tú no te metas —le dijo—. Las vainas de cama se arreglan con plomo.

Puso el revólver sobre la mesa, destapó una botella de ron de caña, la puso

junto al revólver y nos sentamos frente a frente a beber sin hablar. No podía

imaginarme lo que iba a hacer, pero pensé que si quería matarme lo habría

hecho sin tantos rodeos.

Poco después apareció Nigromanta envuelta en una sábana y con ínfulas de

fiesta, pero él la apuntó con el revólver.

—Esto es una vaina de hombres —le dijo.

Ella dio un salto y se escondió detrás del cancel.

Habíamos terminado la primera botella cuando se desplomó el diluvio. Él

destapó entonces la segunda, se apoy ó el cañón en la sien y me miró muy fijo

con unos ojos helados. Entonces apretó el gatillo a fondo, pero martilló en seco.

Apenas si podía controlar el temblor de la mano cuando me dio el revólver.

—Te toca a ti —me dijo.

Era la primera vez que tenía un revólver en la mano y me sorprendió que

fuera tan pesado y caliente. No supe qué hacer. Estaba empapado de un sudor

glacial y el vientre pleno de una espuma ardiente. Quise decir algo pero no me

salió la voz. No se me ocurrió dispararle, sino que le devolví el revólver sin

darme cuenta de que era mi única oportunidad.

—Qué, ¿te cagaste? —preguntó él con un desprecio feliz—. Podías haberlo

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