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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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peligrosidad.

La decisión final la tomó papá cuando mandó al hijo díscolo a cobrar una

deuda de la farmacia, y en vez de entregar los ocho pesos que le pagaron

compró un tiple de buena clase que aprendió a tocar como un maestro. Mi padre

no hizo ningún comentario cuando descubrió el instrumento en la casa, y siguió

reclamándole al hijo el cobro de la deuda, pero éste le contestaba siempre que la

tendera no tenía el dinero para pagarla. Habían pasado unos dos meses cuando

Luis Enrique encontró a papá acompañándose con el tiple una canción

improvisada: « Mírame, aquí tocando este tiple que me costó ocho pesos» .

Nunca supimos cómo conoció el origen, ni por qué se había hecho el

desentendido con la pilatuna del hijo, pero éste desapareció de la casa hasta que

mi madre calmó al esposo. Entonces le oímos a papá las primeras amenazas de

mandar a Luis Enrique al reformatorio de Medellín, pero nadie le prestó

atención, pues también había anunciado el propósito de mandarme al seminario

de Ocaña, no para castigarme por nada sino por la honra de tener un cura en

casa, y más tardó en concebirlo que en olvidarlo. El tiple, sin embargo, fue la

gota que derramó el vaso.

El ingreso a la casa de corrección sólo era posible por decisión de un juez de

menores, pero papá superó la falta de requisitos mediante amigos comunes, con

una carta de recomendación del arzobispo de Medellín, monseñor García

Benítez. Luis Enrique, por su parte, dio una muestra más de su buena índole, por

el júbilo con que se dejó llevar como para una fiesta.

Las vacaciones sin él no eran iguales. Sabía acoplarse como un profesional

con Filadelfo Velilla, el sastre mágico y tiplero magistral, y por supuesto con el

maestro Valdés. Era fácil. Al salir de aquellos bailes azorados de los ricos nos

asaltaban en las sombras del parque unas parvadas de aprendices furtivas con

toda clase de tentaciones. A una que pasaba cerca, pero que no era de las

mismas, le propuse por error que se fuera conmigo, y me contestó con una

lógica ejemplar que no podía, porque el marido dormía en casa. Sin embargo,

dos noches después me avisó que dejaría sin tranca la puerta de la calle tres

veces por semana para que yo pudiera entrar sin tocar cuando no estuviera el

marido.

Recuerdo su nombre y apellidos, pero prefiero llamarla como entonces:

Nigromanta. Iba a cumplir veinte años en Navidad, y tenía un perfil abisinio y

una piel de cacao. Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y

un instinto para el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto. Desde

el primer asalto nos volvimos locos en la cama. Su marido —como Juan Breva—

tenía cuerpo de gigante y voz de niña. Había sido oficial de orden público en el

sur del país, y arrastraba la mala fama de matar liberales sólo por no perder la

puntería. Vivían en un cuarto dividido por un cancel de cartón, con una puerta a la

calle y otra hacia el cementerio. Los vecinos se quejaban de que ella perturbaba

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