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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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explicó que los pulmones habían retenido aire por el fallo respiratorio y lo había

expulsado con la presión en el pecho. A pesar de la simplicidad del diagnóstico, o

tal vez por eso mismo, en algunos quedó el temor de que lo hubieran enterrado

vivo. Con ese ánimo me fui a las vacaciones del cuarto año, ansioso de ablandar

a mis padres para no seguir estudiando.

Desembarqué en Sucre bajo una llovizna invisible. La albarrada del puerto

me pareció distinta a la de mis añoranzas. La plaza era más pequeña y desnuda

que en la memoria, y la iglesia y el camellón tenían una luz de desamparo bajo

los almendros podados. Las guirnaldas de colores de las calles anunciaban la

Navidad, pero ésta no me suscitó la emoción de otras veces, y no reconocí a

ninguno de los escasos hombres con paraguas que esperaban en el muelle, hasta

que uno de ellos me dijo al pasar, con su acento y su tono inconfundibles: —¡Qué

es la cosa!

Era mi papá, un tanto demacrado por la pérdida de peso. No tenía el vestido

de dril blanco que lo identificaba a distancia desde sus años mozos, sino un

pantalón casero, una camisa tropical de manga corta y un raro sombrero de

capataz. Lo acompañaba mi hermano Gustavo, a quien no reconocí por el estirón

de los nueve años.

Por fortuna, la familia conservaba sus arrestos de pobre, y la cena temprana

parecía hecha a propósito para notificarme que aquélla era mi casa, y que no

había otra. La buena noticia en la mesa fue que mi hermana Ligia se había

ganado la lotería. La historia —contada por ella misma— empezó cuando nuestra

madre soñó que su papá había disparado al aire para espantar a un ladrón que

sorprendió robando en la vieja casa de Aracataca. Mi madre contó el sueño al

desayuno, de acuerdo con un hábito familiar, y sugirió que compraran un billete

de lotería terminado en siete, porque este número tenía la misma forma del

revólver del abuelo. La suerte les falló con un billete que mi madre compró a

crédito para pagarlo con el mismo dinero del premio. Pero Ligia, que entonces

tenía once años, le pidió a papá treinta centavos para pagar el billete que no ganó,

y otros treinta para insistir la semana siguiente con el mismo número raro: 0207.

Nuestro hermano Luis Enrique escondió el billete para asustar a Ligia, pero el

susto suyo fue may or el lunes siguiente, cuando la oy ó entrar en la casa gritando

como una loca que se había ganado la lotería. Pues en las prisas de la travesura el

hermano olvidó dónde estaba el billete, y en la ofuscación de la búsqueda

tuvieron que vaciar roperos y baúles, y voltear la casa al revés desde la sala

hasta los retretes. Sin embargo, más inquietante que todo fue la cantidad

cabalística del premio: 770 pesos.

La mala noticia fue que mis padres habían cumplido por fin el sueño de

mandar a Luis Enrique al reformatorio de Fontidueño —en Medellín—,

convencidos de que era una escuela para hijos desobedientes y no lo que era en

realidad: una cárcel para la rehabilitación de delincuentes juveniles de alta

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