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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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el cierto estupor con que se fijó en mi melena de poeta y mis bigotes

montaraces. Tenía un aspecto duro y miraba directo a los ojos con una expresión

severa. La noticia de que sería nuestro profesor de química orgánica acabó de

asustarme.

Un sábado de aquel año estábamos en el cine a mitad de un programa

vespertino, cuando una voz perturbada anunció por los altoparlantes que había un

estudiante muerto en el liceo. Fue tan impresionante, que no he podido recordar

qué película estábamos viendo, pero nunca olvidé la intensidad de Claudette

Colbert a punto de arrojarse a un río torrencial desde la baranda de un puente. El

muerto era un estudiante del segundo curso, de diecisiete años, recién llegado de

su remota ciudad de Pasto, cerca de la frontera con el Ecuador. Había sufrido un

paro respiratorio en el curso de un trote organizado por el maestro de gimnasia

como penitencia de fin de semana para sus alumnos remolones. Fue el único

caso de un estudiante muerto por cualquier causa durante mi estancia, y causó

una gran conmoción no sólo en el liceo sino en la ciudad. Mis compañeros me

escogieron para que dijera en el entierro unas palabras de despedida. Esa misma

noche pedí audiencia al nuevo rector para mostrarle mi oración fúnebre, y la

entrada a su oficina me estremeció como una repetición sobrenatural de la única

que tuve con el rector muerto. El maestro Espitia leyó mi manuscrito con una

expresión trágica, y lo aprobó sin comentarios, pero cuando me levanté para salir

me indicó que volviera a sentarme. Había leído notas y versos míos, de los

muchos que circulaban de trasmano en los recreos, y algunos le habían parecido

dignos de ser publicados en un suplemento literario. Apenas intenté

sobreponerme a mi timidez despiadada, cuando ya él había expresado el que sin

duda era su propósito. Me aconsejó que me cortara los bucles de poeta,

impropios en un hombre serio, que me modelara el bigote de cepillo y dejara de

usar las camisas de pájaros y flores que bien parecían de carnaval. Nunca

esperé nada semejante, y por fortuna tuve nervios para no contestarle una

impertinencia. Él lo advirtió, y adoptó un tono sacramental para explicarme su

temor de que mi moda se impusiera entre los condiscípulos menores por mi

reputación de poeta. Salí de la oficina impresionado por el reconocimiento de mis

costumbres y mi talento poéticos en una instancia tan alta, y dispuesto a

complacer al rector con mi cambio de aspecto para un acto tan solemne. Hasta

el punto de que interpreté como un fracaso personal que cancelaran los

homenajes póstumos a petición de la familia. El final fue tenebroso. Alguien

había descubierto que el cristal del ataúd parecía empañado cuando estaba

expuesto en la biblioteca del liceo. Álvaro Ruiz Torres lo abrió a solicitud de la

familia y comprobó que en efecto estaba húmedo por dentro. Buscando a tientas

la causa del vapor en un cajón hermético, hizo una ligera presión con la punta de

los dedos en el pecho, y el cadáver emitió un lamento desgarrador. La familia

alcanzó a trastornarse con la idea de que estuviera vivo, hasta que el médico

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