Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez
de Bogotá que estuvo a punto de rechazar a bala. Un nuevo ministro lo nombrómás tarde abogado jefe de la sección jurídica e hizo una carrera brillante queculminó con un retiro rodeado de libros y añoranzas en su remanso de Tarragona.Al mismo tiempo que el retiro de Carlos Martín —y sin ningún vínculo con él,por supuesto— circuló en el liceo y en casas y cantinas de la ciudad una versiónsin dueño según la cual la guerra con el Perú, en 1932, fue una patraña delgobierno liberal para sostenerse a la fuerza contra la oposición libertina delconservatismo. La versión, divulgada inclusive en hojas mimeografiadas,afirmaba que el drama había empezado sin la menor intención política cuando unalférez peruano atravesó el río Amazonas con una patrulla militar y secuestró enla orilla colombiana a la novia secreta del intendente de Leticia, una mulataperturbadora a quien llamaban la Pila, como diminutivo de Pilar. Cuando elintendente colombiano descubrió el secuestro atravesó la frontera arcifinia conun grupo de peones armados y rescató a la Pila en territorio peruano. Pero elgeneral Luis Sánchez Cerro, dictador absoluto del Perú, supo aprovechar laescaramuza para invadir Colombia y tratar de cambiar los límites amazónicos afavor de su país.Olay a Herrera —bajo el acoso feroz del Partido Conservador derrotado alcabo de medio siglo de reinado absoluto— declaró el estado de guerra, promovióla movilización nacional, depuró su ejército con hombres de confianza y mandótropas para liberar los territorios violados por los peruanos. Un grito de combateestremeció el país y enardeció nuestra infancia: « Viva Colombia, abajo elPerú» . En el paroxismo de la guerra circuló incluso la versión de que los avionesciviles de la SCADTA fueron militarizados y armados como escuadras de guerra,y que uno de ellos, a falta de bombas, dispersó una procesión de Semana Santaen la población peruana de Guepí con un bombardeo de cocos. El gran escritorJuan Lozano y Lozano, movilizado por el presidente Olay a para que lomantuviera al corriente de la verdad en una guerra de mentiras recíprocas,escribió con su prosa maestra la verdad del incidente, pero la falsa versión setuvo como válida por mucho tiempo.El general Luis Miguel Sánchez Cerro, por supuesto, encontró en la guerrauna oportunidad celestial para afianzar su régimen de hierro. A su vez, Olay aHerrera nombró comandante general de las fuerzas colombianas al general y expresidente conservador Miguel Abadía Méndez, que se encontraba en París. Elgeneral atravesó el Atlántico en un buque artillado y penetró por las bocas del ríoAmazonas hasta Leticia, cuando ya los diplomáticos de ambos bandosempezaban a apagar la guerra.Sin relación alguna con el golpe de Pasto ni el incidente del periódico, CarlosMartín fue sustituido en la rectoría por Óscar Espitia Brand, un educador decarrera y físico de prestigio. El relevo despertó en el internado toda clase desuspicacias. Mis reservas contra él me estremecieron desde el primer saludo, por
el cierto estupor con que se fijó en mi melena de poeta y mis bigotesmontaraces. Tenía un aspecto duro y miraba directo a los ojos con una expresiónsevera. La noticia de que sería nuestro profesor de química orgánica acabó deasustarme.Un sábado de aquel año estábamos en el cine a mitad de un programavespertino, cuando una voz perturbada anunció por los altoparlantes que había unestudiante muerto en el liceo. Fue tan impresionante, que no he podido recordarqué película estábamos viendo, pero nunca olvidé la intensidad de ClaudetteColbert a punto de arrojarse a un río torrencial desde la baranda de un puente. Elmuerto era un estudiante del segundo curso, de diecisiete años, recién llegado desu remota ciudad de Pasto, cerca de la frontera con el Ecuador. Había sufrido unparo respiratorio en el curso de un trote organizado por el maestro de gimnasiacomo penitencia de fin de semana para sus alumnos remolones. Fue el únicocaso de un estudiante muerto por cualquier causa durante mi estancia, y causóuna gran conmoción no sólo en el liceo sino en la ciudad. Mis compañeros meescogieron para que dijera en el entierro unas palabras de despedida. Esa mismanoche pedí audiencia al nuevo rector para mostrarle mi oración fúnebre, y laentrada a su oficina me estremeció como una repetición sobrenatural de la únicaque tuve con el rector muerto. El maestro Espitia leyó mi manuscrito con unaexpresión trágica, y lo aprobó sin comentarios, pero cuando me levanté para salirme indicó que volviera a sentarme. Había leído notas y versos míos, de losmuchos que circulaban de trasmano en los recreos, y algunos le habían parecidodignos de ser publicados en un suplemento literario. Apenas intentésobreponerme a mi timidez despiadada, cuando ya él había expresado el que sinduda era su propósito. Me aconsejó que me cortara los bucles de poeta,impropios en un hombre serio, que me modelara el bigote de cepillo y dejara deusar las camisas de pájaros y flores que bien parecían de carnaval. Nuncaesperé nada semejante, y por fortuna tuve nervios para no contestarle unaimpertinencia. Él lo advirtió, y adoptó un tono sacramental para explicarme sutemor de que mi moda se impusiera entre los condiscípulos menores por mireputación de poeta. Salí de la oficina impresionado por el reconocimiento de miscostumbres y mi talento poéticos en una instancia tan alta, y dispuesto acomplacer al rector con mi cambio de aspecto para un acto tan solemne. Hastael punto de que interpreté como un fracaso personal que cancelaran loshomenajes póstumos a petición de la familia. El final fue tenebroso. Alguienhabía descubierto que el cristal del ataúd parecía empañado cuando estabaexpuesto en la biblioteca del liceo. Álvaro Ruiz Torres lo abrió a solicitud de lafamilia y comprobó que en efecto estaba húmedo por dentro. Buscando a tientasla causa del vapor en un cajón hermético, hizo una ligera presión con la punta delos dedos en el pecho, y el cadáver emitió un lamento desgarrador. La familiaalcanzó a trastornarse con la idea de que estuviera vivo, hasta que el médico
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de Bogotá que estuvo a punto de rechazar a bala. Un nuevo ministro lo nombró
más tarde abogado jefe de la sección jurídica e hizo una carrera brillante que
culminó con un retiro rodeado de libros y añoranzas en su remanso de Tarragona.
Al mismo tiempo que el retiro de Carlos Martín —y sin ningún vínculo con él,
por supuesto— circuló en el liceo y en casas y cantinas de la ciudad una versión
sin dueño según la cual la guerra con el Perú, en 1932, fue una patraña del
gobierno liberal para sostenerse a la fuerza contra la oposición libertina del
conservatismo. La versión, divulgada inclusive en hojas mimeografiadas,
afirmaba que el drama había empezado sin la menor intención política cuando un
alférez peruano atravesó el río Amazonas con una patrulla militar y secuestró en
la orilla colombiana a la novia secreta del intendente de Leticia, una mulata
perturbadora a quien llamaban la Pila, como diminutivo de Pilar. Cuando el
intendente colombiano descubrió el secuestro atravesó la frontera arcifinia con
un grupo de peones armados y rescató a la Pila en territorio peruano. Pero el
general Luis Sánchez Cerro, dictador absoluto del Perú, supo aprovechar la
escaramuza para invadir Colombia y tratar de cambiar los límites amazónicos a
favor de su país.
Olay a Herrera —bajo el acoso feroz del Partido Conservador derrotado al
cabo de medio siglo de reinado absoluto— declaró el estado de guerra, promovió
la movilización nacional, depuró su ejército con hombres de confianza y mandó
tropas para liberar los territorios violados por los peruanos. Un grito de combate
estremeció el país y enardeció nuestra infancia: « Viva Colombia, abajo el
Perú» . En el paroxismo de la guerra circuló incluso la versión de que los aviones
civiles de la SCADTA fueron militarizados y armados como escuadras de guerra,
y que uno de ellos, a falta de bombas, dispersó una procesión de Semana Santa
en la población peruana de Guepí con un bombardeo de cocos. El gran escritor
Juan Lozano y Lozano, movilizado por el presidente Olay a para que lo
mantuviera al corriente de la verdad en una guerra de mentiras recíprocas,
escribió con su prosa maestra la verdad del incidente, pero la falsa versión se
tuvo como válida por mucho tiempo.
El general Luis Miguel Sánchez Cerro, por supuesto, encontró en la guerra
una oportunidad celestial para afianzar su régimen de hierro. A su vez, Olay a
Herrera nombró comandante general de las fuerzas colombianas al general y ex
presidente conservador Miguel Abadía Méndez, que se encontraba en París. El
general atravesó el Atlántico en un buque artillado y penetró por las bocas del río
Amazonas hasta Leticia, cuando ya los diplomáticos de ambos bandos
empezaban a apagar la guerra.
Sin relación alguna con el golpe de Pasto ni el incidente del periódico, Carlos
Martín fue sustituido en la rectoría por Óscar Espitia Brand, un educador de
carrera y físico de prestigio. El relevo despertó en el internado toda clase de
suspicacias. Mis reservas contra él me estremecieron desde el primer saludo, por