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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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sala de maestros que encendíamos a todo volumen a las siete de la noche sólo

para bailar. Lejos estábamos de pensar que en aquel momento se estuviera

incubando la más sangrienta e irregular de todas nuestras guerras.

La política entró a golpes en el liceo. Nos partimos en grupos de liberales y

conservadores, y por primera vez supimos de qué lado estaba cada quien. Surgió

una militancia interna, cordial y un tanto académica al principio, que degeneró

en el mismo estado de ánimo que empezaba a pudrir al país. Las primeras

tensiones del liceo eran apenas perceptibles, pero nadie dudaba de la buena

influencia de Carlos Martín al frente de un cuerpo de profesores que nunca

habían ocultado sus ideologías. Si el nuevo rector no era un militante evidente, al

menos dio su autorización para escuchar los noticieros de la noche en la radiola

de la sala, y las noticias políticas prevalecieron desde entonces sobre la música

para bailar. Se decía sin confirmación que en su oficina tenía un retrato de Lenin

o de Marx.

Fruto de aquel ambiente enrarecido debió ser el único amago de motín que

ocurrió en el liceo. En el dormitorio salieron a volar almohadas y zapatos en

detrimento de la lectura y el sueño. No he podido establecer cuál fue el motivo,

pero creo recordar —y varios condiscípulos coinciden conmigo— en que fue por

algún episodio del libro que se leía en voz alta aquella noche: Cantaclaro, de

Rómulo Gallegos. Un raro zafarrancho de combate. Llamado de urgencia, Carlos

Martín entró en el dormitorio y lo recorrió varias veces de extremo a extremo en

el silencio inmenso que causó su aparición. Luego, en un rapto de autoritarismo,

insólito en un carácter como el suy o, nos ordenó abandonar el dormitorio en

piyama y pantuflas, y formarnos en el patio helado. Allí nos soltó una arenga en

el estilo circular de Catilina y regresamos en un orden perfecto a continuar el

sueño. Fue el único incidente de que tengo memoria en nuestros años del liceo.

Mario Convers, un estudiante que llegó ese año al sexto grado, nos mantenía

por entonces alborotados con el tema de hacer un periódico distinto a los

convencionales de otros colegios. Uno de sus primeros contactos fue conmigo, y

me pareció tan convincente que acepté ser su jefe de redacción, halagado pero

sin una idea clara de mis funciones. Los preparativos finales del periódico

coincidieron con el arresto del presidente López Pumarejo por un grupo de altos

oficiales de las Fuerzas Armadas el 8 julio de 1944, mientras estaba de visita

oficial en el sur del país. El cuento, contado por él mismo, no tenía desperdicio.

Tal vez sin proponérselo, había hecho a los investigadores un relato estupendo,

según el cual no se había enterado del suceso hasta que fue liberado. Y tan ceñido

a las verdades de la vida real, que el golpe de Pasto quedó como uno más de los

tantos episodios ridículos de la historia nacional.

Alberto Lleras Camargo, en su condición de primer designado, mantuvo al

país adormecido con su voz y su dicción perfectas, durante varias horas, a través

de la Radio Nacional, hasta que el presidente López fue liberado y se restableció

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