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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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anunciarse en el recreo del almuerzo. No lo esperábamos tan pronto. Parecía

más un abogado que un poeta con un vestido de ray as inglesas, la frente

despejada y un bigote lineal con un rigor de forma que se notaba también en su

poesía. Avanzó con sus pasos bien medidos hacia los grupos más cercanos,

apacible y siempre un poco distante, y nos tendió la mano:

—Hola, soy Carlos Martín.

Yo estaba en esa época fascinado por las prosas líricas que Eduardo Carranza

publicaba en la sección literaria de El Tiempo y en la revista Sábado. Me parecía

que era un género inspirado en Platero y y o, de Juan Ramón Jiménez, de moda

entre los poetas jóvenes que aspiraban a borrar del mapa el mito de Guillermo

Valencia. El poeta Jorge Rojas, heredero de una fortuna efímera, patrocinó con

su nombre y su saldo la publicación de unos cuadernillos originales que

despertaron un grande interés en su generación y unificó un grupo de buenos

poetas conocidos.

Fue un cambio a fondo de las relaciones domésticas. La imagen espectral del

rector anterior fue reemplazada por una presencia concreta que conservaba las

distancias debidas, pero siempre al alcance de la mano. Prescindió de la revisión

rutinaria de presentación personal y otras normas ociosas, y a veces conversaba

con los alumnos en el recreo de la noche.

El nuevo estilo me puso en mi rumbo. Tal vez Calderón le había hablado de

mí al nuevo rector, pues una de las primeras noches me hizo un sondeo sesgado

sobre mis relaciones con la poesía, y le solté todo lo que llevaba dentro. Él me

preguntó si había leído La experiencia literaria, un libro muy comentado de don

Alfonso Rey es. Le confesé que no, y me lo llevó al día siguiente. Devoré la

mitad por debajo del pupitre en tres clases sucesivas, y el resto en los recreos del

campo de futbol. Me alegró que un ensay ista de tanto prestigio se ocupara de

estudiar las canciones de Agustín Lara como si fueran poemas de Garcilaso, con

el pretexto de una frase ingeniosa: « Las populares canciones de Agustín Lara no

son canciones populares» . Para mí fue como encontrar la poesía disuelta en una

sopa de la vida diaria.

Martín prescindió del magnífico apartamento de la rectoría. Instaló su oficina

de puertas abiertas en el patio principal, y esto lo acercó más aún a nuestras

tertulias después de la cena. Se instaló para largo tiempo con su esposa y sus hijos

en una casona colonial bien mantenida en una esquina de la plaza principal, con

un estudio de muros cubiertos por todos los libros con que podía soñar un lector

atento a los gustos renovadores de aquellos años. Allí lo visitaban los fines de

semana sus amigos de Bogotá, en especial sus compañeros de Piedra y Cielo. Un

domingo cualquiera tuve que ir a su casa por una diligencia casual con Guillermo

López Guerra, y allí estaban Eduardo Carranza y Jorge Rojas, las dos estrellas

may ores. El rector nos hizo sentar con una seña rápida para no interrumpir la

conversación, y allí estuvimos una media hora sin entender una palabra, porque

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