11.12.2019 Views

Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

improvisé con gritos altisonantes, que a muchos les parecieron aprendidos de

memoria.

Fue el único discurso que me vi obligado a improvisar en mis primeros

setenta años. Terminé con un reconocimiento lírico a cada uno de los Cuatro

Grandes, pero el que llamó la atención de la plaza fue el del presidente de los

Estados Unidos, fallecido poco antes: « Franklin Delano Roosevelt, que como el

Cid Campeador sabe ganar batallas después de muerto» . La frase se quedó

flotando en la ciudad durante varios días, y fue reproducida en carteles callejeros

y en retratos de Roosevelt en las vitrinas de algunas tiendas. De modo que mi

primer éxito público no fue como poeta ni novelista, sino como orador, y peor

aún: como orador político. Desde entonces no hubo acto público del liceo en que

no me subieran a un balcón, sólo que entonces eran discursos escritos y

corregidos hasta el último aliento.

Con el tiempo, aquella desfachatez me sirvió para contraer un terror escénico

que me llevó al punto de la mudez absoluta, tanto en las grandes bodas como en

las cantinas de los indios de ruana y alpargatas, donde terminábamos por el suelo;

en la casa de Berenice, que era bella y sin prejuicios, y tuvo la buena suerte de

no casarse conmigo porque estaba loca de amor por otro o, en la telegrafía, cuy a

Sarita inolvidable me transmitía a crédito los telegramas de angustia cuando mis

padres se retrasaban en las remesas para mis gastos personales y más de una vez

me pagaba los giros adelantados para sacarme de apuros. Sin embargo, la menos

olvidable no fue el amor de nadie sino el hada de los adictos a la poesía. Se

llamaba Cecilia González Pizano y tenía una inteligencia veloz, una simpatía

personal y un espíritu libre en una familia de estirpe conservadora, y una

memoria sobrenatural para toda la poesía. Vivía frente al portal del liceo con una

tía aristocrática y soltera en una mansión colonial alrededor de un jardín de

heliotropos. Al principio fue una relación reducida a los torneos poéticos, pero

Cecilia terminó por ser una verdadera camarada de la vida, siempre muerta de

risa, que por fin se coló en las clases de literatura del maestro Calderón, con la

complicidad de todos.

En mis tiempos de Aracataca había soñado con la buena vida de ir cantando

de feria en feria, con acordeón y buena voz, que siempre me pareció la manera

más antigua y feliz de contar un cuento. Si mi madre había renunciado al piano

para tener hijos, y mi padre había colgado el violín para poder mantenernos, era

apenas justo que el may or de ellos sentara el buen precedente de morirse de

hambre por la música. Mi participación eventual como cantante y tiplero en el

grupo del liceo probó que tenía oído para aprender un instrumento más difícil, y

que podía cantar.

No había velada patriótica o sesión solemne del liceo en que no estuviera mi

mano de algún modo, siempre por la gracia del maestro Guillermo Quevedo

Zornosa, compositor y prohombre de la ciudad, director eterno de la banda

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!