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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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muchachos. No eran muchos los que escapaban, y sus secretos se pudrían en la

memoria de sus cómplices fieles. Conocí algunos que lo hicieron de rutina, otros

que se atrevieron una vez de ida con el coraje que infundía la tensión de la

aventura, y regresaban exhaustos por el terror. Nunca supimos de alguno que

fuera descubierto.

Mi único inconveniente social en el colegio eran unas pesadillas siniestras

heredadas de mi madre, que irrumpían en los sueños ajenos como alaridos de

ultratumba. Mis vecinos de cama las conocían de sobra y sólo les temían por el

pavor del primer aullido en el silencio de la madrugada. El maestro de turno, que

dormía en el camarote de cartón, se paseaba sonámbulo de un extremo al otro

del dormitorio hasta que se restablecía la calma. No sólo eran sueños

incontrolables, sino que tenían algo que ver con la mala conciencia, porque en

dos ocasiones me ocurrieron en casas extraviadas. También eran indescifrables,

porque no sucedían en ensueños pavorosos, sino al contrario, en episodios felices

con personas o lugares comunes que de pronto me revelaban un dato siniestro

con una mirada inocente. Una pesadilla apenas comparable con una de mi

madre, que tenía en su regazo su propia cabeza y la expurgaba de las liendres y

los piojos que no la dejaban dormir. Mis gritos no eran de pavor, sino voces de

auxilio para que alguien me hiciera la caridad de despertarme. En el dormitorio

del liceo no había tiempo de nada, porque al primer quejido me caían encima las

almohadas que me lanzaban desde las camas vecinas. Despertaba acezante, con

el corazón alborotado pero feliz de estar vivo.

Lo mejor del liceo eran las lecturas en voz alta antes de dormir. Habían

empezado por iniciativa del profesor Carlos Julio Calderón con un cuento de Mark

Twain que los del quinto año debían estudiar para un examen de emergencia a la

primera hora del día siguiente. Ley ó las cuatro cuartillas en voz alta en su

cubículo de cartón para que tomaran notas los alumnos que no hubieran tenido

tiempo de leerlo. Fue tan grande el interés, que desde entonces se impuso la

costumbre de leer en voz alta todas las noches antes de dormir. No fue fácil al

principio, porque algún maestro mojigato había impuesto el criterio de escoger y

expurgar los libros que iban a leerse, pero el riesgo de una rebelión los

encomendó al criterio de los estudiantes may ores.

Empezaron con media hora. El maestro de turno leía en su camarote bien

iluminado a la entrada del dormitorio general, y al principio lo acallábamos con

ronquidos de burla, reales o fingidos, pero casi siempre merecidos. Más tarde se

prolongaron hasta una hora, según el interés del relato, y los maestros fueron

relevados por alumnos en turnos semanales. Los buenos tiempos empezaron con

Nostradamus y El hombre de la máscara de hierro, que complacieron a todos.

Lo que todavía no me explico es el éxito atronador de La montaña mágica, de

Thomas Mann, que requirió la intervención del rector para impedir que

pasáramos la noche en vela esperando un beso de Hans Castorp y Clawdia

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