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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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humanidad, pero tan largo y aburrido que quizás no pasara a la historia. Tal vez

estos cambalaches ideológicos contribuy eron a la mala fama del liceo como un

laboratorio de perversión política. Sin embargo, necesité media vida para darme

cuenta de que quizás fueron más bien una experiencia espontánea para espantar

a los débiles y vacunar a los fuertes contra todo género de dogmatismos. Mi

relación más directa fue siempre con el profesor Carlos Julio Calderón, maestro

de castellano en los primeros cursos, de literatura universal en cuarto, española

en quinto y colombiana en sexto. Y de algo raro en su formación y sus gustos: la

contabilidad. Había nacido en Neiva, capital del departamento del Huila, y no se

cansaba de proclamar su admiración patriótica por José Eustasio Rivera. Tuvo

que interrumpir sus estudios de medicina y cirugía, y lo recordaba como la

frustración de su vida, pero su pasión por las artes y las letras era irresistible. Fue

el primer maestro que pulverizaba mis borradores con indicaciones pertinentes.

En todo caso, las relaciones de alumnos y maestros eran de una naturalidad

excepcional, no sólo en las clases sino de un modo especial en el patio de recreo

después de la cena. Esto permitía un trato distinto del que estábamos

acostumbrados, y que sin duda fue afortunado para el clima de respeto y

camaradería en que vivíamos.

Una aventura pavorosa se la debo a las obras completas de Freud, que habían

llegado a la biblioteca. No entendía nada de sus análisis escabrosos, desde luego,

pero sus casos clínicos me llevaban en vilo hasta el final, como las fantasías de

Julio Verne. El maestro Calderón nos pidió que le escribiéramos un cuento con

tema libre en la clase de castellano. Se me ocurrió el de una enferma mental de

unos siete años y con un título pedante que iba en sentido contrario al de la poesía:

« Un caso de sicosis obsesiva» . El maestro lo hizo leer en clase. Mi vecino de

asiento, Aurelio Prieto, repudió sin reservas la petulancia de escribir sin la

mínima formación científica ni literaria sobre un asunto tan retorcido. Le

expliqué, con más rencor que humildad, que lo había tomado de un caso clínico

descrito por Freud en sus memorias y mi única pretensión era usarlo para la

tarea. El maestro Calderón, tal vez creyéndome resentido por las críticas acidas

de varios compañeros de clase, me llamó aparte en el recreo para animarme a

seguir adelante por el mismo camino. Me señaló que en mi cuento era evidente

que ignoraba las técnicas de la ficción moderna, pero tenía el instinto y las ganas.

Le pareció bien escrito y al menos con intención de algo original. Por primera

vez me habló de la retórica. Me dio algunos trucos prácticos de temática y

métrica para versificar sin pretensiones, y concluyó que de todos modos debía

persistir en la escritura aunque sólo fuera por salud mental. Aquélla fue la

primera de las largas conversaciones que sostuvimos durante mis años del liceo,

en los recreos y en otras horas libres, y a las cuales debo mucho en mi vida de

escritor.

Era mi clima ideal. Desde el colegio San José tenía tan arraigado el vicio de

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