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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Me sentía viviendo un sueño, pues no había aspirado a la beca porque quisiera

estudiar, sino por mantener mi independencia de cualquier otro compromiso, en

buenos términos con la familia. La seguridad de tres comidas al día bastaba para

suponer que en aquel refugio de pobres vivíamos mejor que en nuestras casas,

bajo un régimen de autonomía vigilada menos evidente que el poder doméstico.

En el comedor funcionaba un sistema de mercado que permitía a cada quien

arreglar la ración a su gusto. El dinero carecía de valor. Los dos huevos del

desay uno eran la moneda más cotizada, pues con ellos se podía comprar con

ventaja cualquier otro plato de las tres comidas. Cada cosa tenía su equivalente

justo, y nada perturbó aquel comercio legítimo. Más aún: no recuerdo ni un solo

pleito a trompadas por motivo alguno en cuatro años de internado.

Los maestros, que comían en otra mesa del mismo salón, no eran ajenos a los

trueques personales entre ellos, pues todavía arrastraban hábitos de sus colegios

recientes. La may oría eran solteros o vivían allí sin las esposas, y sus sueldos

eran casi tan escasos como nuestras mesadas familiares. Se quejaban de la

comida con tantas razones como nosotros, y en una crisis peligrosa se rozó la

posibilidad de conjurarnos con alguno de ellos para una huelga de hambre. Sólo

cuando recibían regalos o tenían invitados de fuera se permitían platos inspirados

que por una vez estropeaban las igualdades. Ése fue el caso, en el cuarto año,

cuando el médico del liceo nos prometió un corazón de buey para estudiarlo en

su curso de anatomía. Al día siguiente lo mandó a las neveras de la cocina,

todavía fresco y sangrante, pero no estaba allí cuando fuimos a buscarlo para la

clase. Así se aclaró que a última hora, a falta de un corazón de buey, el médico

había mandado el de un albañil sin dueño que se desbarató al resbalar de un

cuarto piso. En vista de que no alcanzaba para todos, los cocineros lo prepararon

con salsas exquisitas crey endo que era el corazón de buey que les habían

anunciado para la mesa de los maestros. Creo que esas relaciones fluidas entre

profesores y alumnos tenían algo que ver con la reciente reforma de la

educación de la cual quedó poco en la historia, pero nos sirvió al menos para

simplificar los protocolos. Se redujeron las diferencias de edades, se relajó el uso

de la corbata y nadie volvió a alarmarse porque maestros y alumnos se tomaran

juntos unos tragos y asistieran los sábados a los mismos bailes de novias.

Este ambiente sólo era posible por la clase de maestros que en general

permitían una fácil relación personal. Nuestro profesor de matemáticas, con su

sabiduría y su áspero sentido del humor, convertía las clases en una fiesta

temible. Se llamaba Joaquín Giraldo Santa y fue el primer colombiano que

obtuvo el título de doctor en matemáticas. Para desdicha mía, y a pesar de mis

grandes esfuerzos y los suy os, nunca logré integrarme a su clase. Solía decirse

entonces que las vocaciones poéticas interferían con las matemáticas, y uno

terminaba no sólo por creerlo, sino por naufragar en ellas. La geometría fue más

compasiva tal vez por obra y gracia de su prestigio literario. La aritmética, por el

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