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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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demasiado que en más de trescientos años no habían conocido la indulgencia de

unas manos de mujer. Mal educado en los espacios sin ley del Caribe, me asaltó

el terror de vivir los cuatro años decisivos de mi adolescencia en aquel tiempo

varado.

Todavía hoy me parece imposible que dos pisos alrededor de un patio

taciturno, y otro edificio de mampostería improvisado en el terreno del fondo,

pudieran alcanzar para la residencia y la oficina del rector, la secretaría

administrativa, la cocina, el comedor, la biblioteca, las seis aulas, el laboratorio

de física y química, el depósito, los servicios sanitarios y el dormitorio común

con camas de hierro dispuestas en batería para medio centenar de alumnos

traídos a rastras desde los suburbios más deprimidos de la nación, y muy pocos

capitalinos. Por fortuna, aquella condición de destierro fue una gracia más de mi

buena estrella. Por ella aprendí pronto y bien cómo es el país que me tocó en la

rifa del mundo. La docena de paisanos caribes que me asumieron como suyo

desde la llegada, y también yo, desde luego, hacíamos distinciones insalvables

entre nosotros y los otros: los nativos y los forasteros.

Los distintos grupos repartidos en los rincones del patio desde el recreo de la

prima noche eran un rico muestrario de la nación. No había rivalidades mientras

cada uno se mantuviera en su terreno. Mis relaciones inmediatas fueron con los

costeños del Caribe, —que teníamos la fama bien merecida de ser ruidosos,

fanáticos de la solidaridad de grupo y parranderos de bailes—. Yo era una

excepción, pero Antonio Martínez Sierra, rumbero de Cartagena, me enseñó a

bailar los aires de moda en los recreos de la noche. Ricardo González Ripoll, mi

gran cómplice de noviazgos furtivos, fue un arquitecto de fama que sin embargo

no interrumpió nunca la misma canción apenas perceptible que murmuraba

entre dientes y bailaba solo hasta el fin de sus días.

Mincho Burgos, un pianista congenito que llegó a ser maestro de una orquesta

nacional de baile, fundó el conjunto del colegio con quien quiso aprender algún

instrumento, y me enseñó el secreto de la segunda voz para los boleros y los

cantos vallenatos. Sin embargo, su proeza mayor fue que formó a Guillermo

López Guerra un bogotano puro, en el arte caribe de tocar las claves, que es

cuestión de tres dos, tres dos.

Humberto Jaimes, de El Banco, era un estudioso encarnizado al que nunca le

interesó bailar y sacrificaba sus fines de semana para quedarse estudiando en el

colegio. Creo que no había visto nunca un balón de futbol ni leído la reseña de un

partido de cualquier cosa. Hasta que se graduó de ingeniero en Bogotá e ingresó

en El Tiempo como aprendiz de redactor deportivo, donde llegó a ser director de

su sección y uno de los buenos cronistas de futbol del país. De todos modos, el

caso más raro que recuerdo fue sin duda el de Silvio Luna, un moreno retinto del

Chocó que se graduó de abogado y después de médico, y parecía dispuesto a

iniciar su tercera carrera cuando lo perdí de vista.

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