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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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improvisar respuestas creíbles y chiripas milagrosas. Salvo en las matemáticas,

que no se me rindieron ni en lo que Dios quiso. El examen de dibujo, que hice

deprisa pero bien, me sirvió de alivio. « Debió ser un milagro de la chicha» , me

dijeron mis músicos. De todos modos terminé en un estado de rendición final,

con la decisión de escribir una carta a mis padres sobre derechos y razones para

no volver a casa.

Cumplí con el deber de reclamar las calificaciones una semana después. La

empleada de la recepción debió reconocer alguna señal en mi expediente porque

me llevó sin razones con el director. Lo encontré de muy buen genio, en mangas

de camisa y con tirantes rojos de fantasía. Revisó las notas de mi examen con

una atención profesional, dudó una o dos veces y por fin respiro.

—No está mal —dijo para sí mismo—. Salvo en matemáticas, pero te

escapaste por un pelo gracias al cinco en dibujo.

Se echó hacia atrás en la silla de resortes y me preguntó en qué colegio había

pensado.

Fue uno de mis sustos históricos, pero no vacilé:

—San Bartolomé, aquí en Bogotá. Él puso la palma de la mano sobre una pila

de papeles que tenía en el escritorio.

—Todo esto son cartas de pesos pesados que recomiendan a hijos, parientes y

amigos para colegios de aquí dijo. Se dio cuenta de que no tenía que haberlo

dicho, y prosiguió: Si me permites que te ayude, lo que más te conviene es el

Liceo Nacional de Zipaquirá, a una hora de tren.

Lo único que sabía de esa ciudad histórica era que tenía minas de sal. Gómez

Támara me explicó que era un colegio colonial expropiado a una comunidad

religiosa por una reforma liberal reciente, y ahora tenía una nómina espléndida

de maestros jóvenes con una mentalidad moderna. Pensé que mi deber era

sacarlo de dudas.

—Mi papá es godo —le advertí. Soltó la risa.

—No seas tan serio —dijo—. Digo liberal en el sentido de pensamiento

amplio.

Enseguida recobró su estilo propio y decidió que mi suerte estaba en aquel

antiguo convento del siglo XVII, convertido en colegio de incrédulos en una villa

soñolienta donde no había más distracciones que estudiar. El viejo claustro, en

efecto, se mantenía impasible ante la eternidad. En su primera época tenía un

letrero tallado en el pórtico de piedra: El principio de la sabiduría es el temor de

Dios. Pero la divisa fue cambiada por el escudo de Colombia cuando el gobierno

liberal del presidente Alfonso López Pumarejo nacionalizó la educación en 1936.

Desde el zaguán, mientras me reponía de la asfixia por el peso del baúl, me

deprimió el patiecito de arcos coloniales tallados en piedra viva, con balcones de

maderas pintadas de verde y macetas de flores melancólicas en los barandales.

Todo parecía sometido a un orden confesional, y en cada cosa se notaba

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