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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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de los cachacos.

También él, perplejo, me preguntó:

—¿Pero qué carajo haces aquí? Se lo dije.

—¡Qué cosa más divertida! —dijo él, muerto de risa—. Ven conmigo —y

me llevó del brazo hacia el ministerio. Entonces supe que era el doctor Adolfo

Gómez Támara, director nacional de becas del Ministerio de Educación.

Fue el azar menos posible y uno de los más afortunados de mi vida. Con una

broma de pura estirpe estudiantil, Gómez Támara me presentó a sus asistentes

como el cantante más inspirado de boleros románticos. Me sirvieron café y me

inscribieron sin más trámites, no sin antes advertirme que no estaban burlando

instancias sino rindiendo tributo a los dioses insondables de la casualidad. Me

informaron que el examen general sería el lunes siguiente en el colegio de San

Bartolomé. Calculaban unos mil aspirantes de todo el país para unas trescientas

cincuenta becas, de modo que la batalla iba a ser larga y difícil, y quizás un golpe

mortal para mis ilusiones. Los favorecidos conocerían los resultados una semana

después, junto con los datos del colegio que les asignaran. Esto fue nuevo y grave

para mí, pues lo mismo podían despacharme para Medellín que para el Vichada.

Me explicaron que esa lotería geográfica se había acordado para estimular la

movilidad cultural entre las distintas regiones. Cuando terminaron los trámites,

Gómez Támara me estrechó la mano con la misma energía entusiasta con que

me agradeció el bolero.

—Avíspate —me dijo—. Ahora tu vida está en tus manos.

A la salida del ministerio, un hombrecito de aspecto clerical se me ofreció

para conseguirme una beca segura y sin exámenes en el colegio que yo quisiera

mediante el pago de cincuenta pesos. Era una fortuna para mí, pero creo que si la

hubiera tenido la habría pagado por evitarme el terror del examen. Días después

reconocí al impostor en la fotografía de los periódicos como el cabecilla de una

banda de estafadores que se disfrazaban de curas para gestionar negocios ilícitos

en organismos oficiales.

No deshice el baúl ante la certidumbre de que me mandarían para cualquier

parte. Mi pesimismo estaba tan bien servido que la víspera del examen me fui

con los músicos del buque a una cantina de mala muerte en el escabroso barrio

de las Cruces. Cantábamos por el trago al precio de una canción por un vaso de

chicha, la bebida bárbara de maíz fermentado que los borrachos exquisitos

refinaban con pólvora. Así que llegué tarde al examen, con latidos dentro de la

cabeza y sin recordar siquiera dónde estuve ni quién me había llevado a casa la

noche anterior, pero me recibieron por caridad en un salón inmenso y atiborrado

de aspirantes. Un vistazo de pájaro sobre el cuestionario me bastó para darme

cuenta de que estaba derrotado de antemano. Sólo por distraer a los vigilantes me

entretuve en las ciencias sociales, cuy as preguntas me parecieron las menos

crueles. De pronto me sentí poseído por un aura de inspiración que me permitió

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