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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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donde la policía nos sacó a golpes de garrote a cuatro pasajeros, sin dar

explicaciones ni escucharlas, y nos arrestaron bajo el cargo de haber violado a

una estudiante. Cuando llegamos a la comandancia de policía ya tenían entre

rejas y sin un solo rasguño a los verdaderos culpables, unos vagos locales que no

tenían nada que ver con nuestro buque.

En la escala final, Puerto Salgar, había que desembarcar a las cinco de la

mañana vestidos para las tierras altas. Los hombres de paño negro, con chaleco y

sombreros hongo y los abrigos colgados del brazo, habían cambiado de identidad

entre el salterio de los sapos y la pestilencia del río saturado de animales muertos.

A la hora del desembarco tuve una sorpresa insólita. Una amiga de última hora

había convencido a mi madre de hacerme un petate de corroncho con un

chinchorro de pita, una manta de lana y una bacinilla de emergencia, y todo

envuelto en una estera de esparto y amarrada en cruz con los hicos de la

hamaca. Mis compañeros músicos no pudieron soportar la risa de verme con

semejante equipaje en la cuna de la civilización, y el más resuelto hizo lo que y o

no me hubiera atrevido: lo tiró al agua. Mi última visión de aquel viaje inolvidable

fue la del petate que regresaba a sus orígenes ondulando en la corriente. El tren

de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas en las primeras

cuatro horas. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar impulso y

volvía a intentar el ascenso con un resuello de dragón. A veces era necesario que

los pasajeros se bajaran para aligerarlo del peso, y remontar a pie hasta la

cornisa siguiente. Los pueblos del camino eran tristes y helados, y en las

estaciones desiertas sólo nos esperaban las vendedoras de toda la vida que

ofrecían por la ventanilla del vagón unas gallinas gordas y amarillas, cocinadas

enteras, y unas papas nevadas que sabían a gloria. Allí sentí por primera vez un

estado del cuerpo desconocido e invisible: el frío. Al atardecer, por fortuna, se

abrían de pronto hasta el horizonte las sabanas inmensas, verdes y bellas como un

mar del cielo. El mundo se volvía tranquilo y breve. El ambiente del tren se

volvía otro. Me había olvidado por completo del lector insaciable, cuando

apareció de pronto y se sentó enfrente de mí con un aspecto de urgencia. Fue

increíble. Lo había impresionado un bolero que cantábamos en las noches del

buque y me pidió que se lo copiara. No sólo lo hice, sino que le enseñé a cantarlo.

Me sorprendió su buen oído y la lumbre de su voz cuando la cantó solo, justo y

bien, desde la primera vez.

—¡Esa mujer se va a morir cuando la oiga! —exclamó radiante.

Así entendí su ansiedad. Desde que oy ó el bolero cantado por nosotros en el

buque, sintió que sería una revelación para la novia que lo había despedido tres

meses antes en Bogotá y aquella tarde lo esperaba en la estación. Lo había vuelto

a oír dos o tres veces, y era capaz de reconstruirlo a pedazos, pero al verme solo

en la poltrona del tren había resuelto pedirme el favor. También y o tuve entonces

la audacia de decirle con toda intención, y sin que viniera al caso, cuánto me

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