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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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sin espabilar desde la mañana hasta que lo distraían las parrandas de la noche.

Cada día apareció en el comedor con una camisa de playa diferente y florida, y

desay unó, almorzó, comió y siguió leyendo solo en la mesa más arrinconada. No

creo que hubiera cruzado un saludo con nadie. Lo bauticé para mí como « el

lector insaciable» .

No resistí la tentación de husmear sus libros. La may oría eran tratados

indigestos de derecho público, que leía en las mañanas, subray ando y tomando

notas marginales. Con la fresca de la tarde leía novelas. Entre ellas, una que me

dejó atónito: El doble, de Dostoievski, que había tratado de robarme, y no pude,

en una librería de Barranquilla. Estaba loco por leerla. Tanto, que hubiera querido

pedírsela prestada, pero no tuve aliento. Uno de esos días apareció con El gran

Meaulnes, de la cual no había oído hablar, pero que muy pronto tuve entre las

obras maestras preferidas por mí. En cambio, yo sólo llevaba libros y a leídos e

irrepetibles: Jeromín, del Padre Coloma, que no acabé de leer nunca; La

vorágine, de José Eustasio Rivera; De los Apeninos a los Andes, de Edmundo de

Amicis, y el diccionario del abuelo que leía a trozos durante horas. Al lector

implacable, por el contrario no le alcanzaba el tiempo para tantos. Lo que quiero

decir y no he dicho es que hubiera dado cualquier cosa por ser él.

El tercer viajero, por supuesto, era Jack el Destripador mi compañero de

cuarto, que hablaba dormido en lengua bárbara durante horas enteras. Sus

parlamentos tenían una condición melódica que le daba un fondo nuevo a mis

lecturas de la madrugada. Me dijo que no era consciente de eso, ni sabía qué

idioma podía ser en el que soñaba, porque de niño se entendió con los maromeros

de su circo en seis dialectos asiáticos, pero los había perdido todos cuando murió

su madre. Sólo le quedó el polaco, que era su lengua original, pero pudimos

establecer que tampoco era ésa la que hablaba dormido. No recuerdo un ser más

adorable mientras aceitaba y probaba el filo de sus cuchillos siniestros en su

lengua rosada.

Su único problema había sido el primer día en el comedor cuando les

reclamó a los meseros que no podría sobrevivir al viaje si no le servían cuatro

raciones. El contramaestre le explicó que así sería si las pagaba como un

suplemento con una rebaja especial. Él alegó que había viajado por los mares del

mundo y en todos le reconocieron el derecho humano de no dejarlo morir de

hambre. El caso subió hasta el capitán, quien decidió muy a la colombiana que le

sirvieran dos raciones, y que a los meseros se les fuera la mano hasta dos más

por distracción. Él se ay udó además picando con el tenedor los platos de los

compañeros de mesa y de algunos vecinos inapetentes, que gozaban con sus

ocurrencias. Había que estar allí para creerlo.

Yo no sabía qué hacer de mi, hasta que en La Gloria se embarcó un grupo de

estudiantes que armaban tríos y cuartetos en las noches, y cantaban hermosas

serenatas con boleros de amor. Cuando descubrí que les sobraba un tiple me hice

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