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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Los buques tenían nombres fáciles e inmediatos: Atlántico, Medellín, Capitán

de Caro, David Arango. Sus capitanes, como los de Conrad, eran autoritarios y de

buena índole, comían como bárbaros y no sabían dormir solos en sus camarotes

de rey es. Los viajes eran lentos y sorprendentes. Los pasajeros nos sentábamos

en las terrazas todo el día para ver los pueblos olvidados, los caimanes tumbados

con las fauces abiertas a la espera de las mariposas incautas, las bandadas de

garzas que alzaban el vuelo por el susto de la estela del buque, el averío de patos

de las ciénagas interiores, los manatíes que cantaban en los playones mientras

amamantaban a sus crías. Durante todo el viaje uno despertaba al amanecer

aturdido por la bullaranga de los micos y las cotorras. A menudo, la tufarada

nauseabunda de una vaca ahogada interrumpía la siesta, inmóvil en el hilo del

agua con un gallinazo solitario parado en el vientre.

Ahora es raro que uno conozca a alguien en los aviones. En los buques

fluviales los estudiantes terminábamos por parecer una sola familia, pues nos

poníamos de acuerdo todos los años para coincidir en el viaje. A veces el buque

encallaba hasta quince días en un banco de arena. Nadie se preocupaba, pues la

fiesta seguía, y una carta del capitán sellada con el escudo de su anillo servía de

excusa para llegar tarde al colegio.

Desde el primer día me llamó la atención el más joven de un grupo familiar,

que tocaba el bandoneón como entre sueños, paseándose durante días enteros por

la cubierta de primera clase. No pude soportar la envidia, pues desde que

escuché a los primeros acordeoneros de Francisco el Hombre en las fiestas del

20 de julio en Aracataca me empeñé en que mi abuelo me comprara un

acordeón, pero mi abuela se nos atravesó con la mojiganga de siempre de que el

acordeón era un instrumento de guatacucos. Unos treinta años después creí

reconocer en París al elegante acordeonero del buque en un congreso mundial de

neurólogos. El tiempo había hecho lo suyo: se había dejado una barba bohemia y

la ropa le había crecido unas dos tallas, pero el recuerdo de su maestría era tan

vivido que no podía equivocarme. Sin embargo, su reacción no pudo ser más

ríspida cuando le pregunté sin presentarme:

—¿Cómo va el bandoneón? Me replicó sorprendido:

—No sé de qué me habla usted.

Sentí que me tragaba la tierra, y le di mis humildes excusas por haberlo

confundido con un estudiante que tocaba el bandoneón en el David Arango, a

principios de enero del 44. Entonces resplandeció por el recuerdo. Era el

colombiano Salomón Hakim, uno de los grandes neurólogos de este mundo. La

desilusión fue que había cambiado el bandoneón por la ingeniería médica.

Otro pasajero me llamó la atención por su distancia. Era joven, robusto, de

piel rubicunda y lentes de miope, y una calvicie prematura muy bien tenida. Me

pareció la imagen perfecta del turista cachaco. Desde el primer día acaparó la

poltrona más cómoda, puso varias torres de libros nuevos en una mesita y ley ó

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