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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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grata que me permitió conocerlos mejor. Mi madre me lo dijo: « Qué bueno que

te hiciste amigo de tu papá» . Días después, mientras preparaba el café en la

cocina, me dijo más:

—Tu papá está muy orgulloso de ti.

Al día siguiente me despertó en puntillas y me sopló al oído: « Tu papá te

tiene una sorpresa» . En efecto, cuando bajó a desayunar, él mismo me dio la

noticia en presencia de todos con un énfasis solemne:

—Alista tus vainas, que te vas para Bogotá.

El primer impacto fue una gran frustración, pues lo que hubiera querido

entonces era quedarme ahogado en la parranda perpetua. Pero prevaleció la

inocencia. Por la ropa de tierra fría no hubo problema. Mi padre tenía un vestido

negro de cheviot y otro de pana, y ninguno le cerraba en la cintura. Así que

fuimos con Pedro León Rosales, el llamado sastre de los milagros, y me los

compuso a mi tamaño. Mi madre me compró además el sobretodo de piel de

camello de un senador muerto. Cuando me lo estaba midiendo en casa, mi

hermana Ligia —que es vidente de natura— me previno en secreto de que el

fantasma del senador se paseaba de noche por su casa con el sobretodo puesto.

No le hice caso, pero más me hubiera valido, porque cuando me lo puse en

Bogotá me vi en el espejo con la cara del senador muerto. Lo empeñé por diez

pesos en el Monte de Piedad y lo dejé perder.

El ambiente doméstico había mejorado tanto que estuve a punto de llorar en

las despedidas, pero el programa se cumplió al pie de la letra sin

sentimentalismos. La segunda semana de enero me embarqué en Magangué en

el David Arango, el buque insignia de la Naviera Colombiana, después de vivir

una noche de hombre libre. Mi compañero de camarote fue un ángel de

doscientas veinte libras y lampiño de cuerpo entero. Tenía el nombre usurpado de

Jack el Destripador, y era el último sobreviviente de una estirpe de cuchilleros de

circo del Asia Menor. A primera vista me pareció capaz de estrangularme

mientras dormía, pero en los días siguientes me di cuenta de que sólo era lo que

parecía: un bebé gigante con un corazón que no le cabía en el cuerpo.

Hubo fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me

escapé a la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me

disponía a olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a

decir que por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de

aquel viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro

años que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez

aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela. Por la

época en que las aguas tenían caudal suficiente, el viaje de subida duraba cinco

días de Barranquila a Puerto Salgar, de donde se hacía una jornada en tren hasta

Bogotá. En tiempos de sequía, que eran los más entretenidos para navegar si no

se tenía prisa, podía durar hasta tres semanas.

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