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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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despidieran. Entonces les correspondía con su buena educación intacta:

—Tenga usted muy buenas noches, señor.

Muchos misterios de cosas perdidas, de secretos guardados o de asuntos

prohibidos se aclararon en sus monólogos: quién se llevó escondida en un baúl la

bomba del agua que desapareció de la casa de Aracataca, quién había sido en

realidad el padre de Matilde Salmona, cuyos hermanos lo confundieron con otro

y se lo cobraron a bala.

Tampoco fueron fáciles mis primeras vacaciones en Sucre sin Martina

Fonseca, pero no hubo ni una mínima posibilidad de que se fuera conmigo. La

sola idea de no verla durante dos meses me había parecido irreal. Pero a ella no.

Al contrario, cuando le toqué el tema, me di cuenta de que y a estaba, como

siempre, tres pasos delante de mí.

—De eso quería hablarte —me dijo sin misterios—. Lo mejor para ambos

sería que te fueras a estudiar en otra parte ahora que estamos locos de amarrar.

Así te darás cuenta de que lo nuestro no será nunca más de lo que y a fue.

La tomé a burla.

—Me voy mañana mismo y regreso dentro de tres meses para quedarme

contigo.

Ella me replicó con música de tango:

—¡Ja, ja, ja, ja!

Entonces aprendí que Martina era fácil de convencer cuando decía que sí

pero nunca cuando decía que no. Así que agarré el guante, bañado en lágrimas, y

me propuse ser otro en la vida que ella pensó para mí: otra ciudad, otro colegio,

otros amigos y hasta otro modo de ser. Apenas lo pensé. Con la autoridad de mis

muchas medallas, lo primero que dije a mi padre con una cierta solemnidad fue

que no volvería al colegio San José. Ni a Barranquilla.

—¡Bendito sea Dios! —dijo él—. Siempre me había preguntado de dónde

sacaste el romanticismo de estudiar con los jesuitas.

Mi madre pasó por alto el comentario.

—Si no es allá tiene que ser en Bogotá —dijo.

—Entonces no será en ninguna parte —replicó papá de inmediato—, porque

no hay plata que alcance para los cachacos.

Es raro, pero la sola idea de no seguir estudiando, que había sido el sueño de

mi vida, me pareció entonces inverosímil. Hasta el extremo de apelar a un sueño

que nunca me pareció alcanzable.

—Hay becas —dije.

—Muchísimas —dijo papá—, pero para los ricos.

En parte era cierto, pero no por favoritismos, sino porque los trámites eran

difíciles y las condiciones mal divulgadas. Por obra del centralismo, todo el que

aspirara a una beca tenía que ir a Bogotá, mil kilómetros en ocho días de viaje

que costaban casi tanto como tres meses en el internado de un buen colegio. Pero

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